• Nem Talált Eredményt

La actitud de la Corona respecto a los expedicionarios hacia Indias tuvo una ten-dencia radical desde el siglo xvi que afectó por igual a civiles y religiosos. Cuando fray Tomás de San Martín O. P., en su función de intermediario, preguntó al virrey Blasco Núñez Vela, encargado de sofocar las revueltas por las Leyes Nue-vas que les negaba derechos, “Señor, si vuestra señoría le quitasen el tabladillo qué haría?”, la contundente respuesta fue:

Juro a Dios que si pudiese yo matase al que me lo quisiese quitar y no me maravillo de lo que Gonzalo Pizarro hace pero qué queréis que haga?, el Rey no quiere que tenga nadie indios sino que todos estén en su cabeza porque al tiempo que partí de allí [España] para acá, me dijo que quería hacer de esta tierra como el Gran Turco en la suya, y que nadie tuviese nada en ella sino los tributos de indios se recogiesen y de ellos se diese salario a los que fuesen conquistadores. (López Martínez, 193)8

En este contexto inicial se inscribe el mercedario Pedro Muñoz, uno de los más feroces impugnadores de las Ordenanzas de 1542 que intentó aplicar Blasco Núñez. Muñoz insistía en “cómo aquella tierra era suya [pues] la habían ganado a su costa, derramando en la conquista su propia sangre” (López de Gómara, 265).Por ello consideró las disposiciones como atentatorias de los derechos de conquista tanto de los civiles como de los religiosos, incluyendo entre los perjudi-cados a los indios (Barriga, “Fe y realidad: adaptación del religioso conquistador”, 34). Se gestaba el sentido de propiedad que caracterizó la convicción que pasaba

“sin solución de continuidad del conquistador al criollo” (Lavallé, 25).

Esta normativa no llegó a aplicarse en su integridad pero paulatinamente, con-forme fueron afianzándose las sociedades americanas, se evidenció una situación que pronto eclosionó. Los primeros en la tierra, y especialmente los criollos, fue-ron conscientes de su nueva naturaleza como de su distinta disposición en el lugar de su nacimiento al que progresivamente aceptaron como suyo, y que muchos excluyeron de otro origen, defendiéndolo por ser el que habían cons-truido. Cuando desde España el fraile Benito Peñalosa reprochó a los emigrados haber abandonado su nación dejándola en la pobreza y sin trabajadores, desde Perú recibió la réplica del jesuita José de Aguilar en una obra que se erige como representativa de la voz que se consolidaba en la mente americana, de la que él fue reconocido como uno de los oradores más exitosos y perspicaces de su época.

8 AGI Patronato 186-N 1, Ramo 13. López Martínez señala un hecho preciso, que en América, tal como sucedía en España ”no vivía del todo la idea de la autoridad absoluta del Emperador sin cortapisas de ninguna clase”, aludiendo a las revueltas de las Comunidades (193).

La respuesta a Peñalosa figura en el “Sermón II” que Aguilar predicó en la ciudad de La Plata (Chuquisaca) en 1687, para enfrentar las reiteradas quejas de algunos políticos “más contemplativos que prácticos”, sobre el presunto daño que la opulencia americana le estaba causando y por los que “el Perú tiene perdida a España” (II, Lib. II, Secc. VIII, ítem 43; 65). Aguilar desestima e invalida con firmeza dichos argumentos. Los reproches de Peñalosa provenían de que la abun-dancia de recursos del Perú había tenido como consecuencia que España estu-viera pobre, que abandonara los buenos hábitos de trabajo y que se estuestu-viera despoblando. Aguilar recuerda las ingentes cantidades de metales preciosos y de rentas que se embarcaban cada año a Europa, por lo que la razón del empobreci-miento no radicaba en ello, sino en el excesivo e irresponsable gasto de los monar-cas fuera de España, lo que había hecho prósperas a otras naciones. Respecto a la migración a América, que se aducía la había dejado imposibilitada para confor-mar el ejército, lo admite pero también la retribución, pues los migrantes genera-ban ingentes recursos que permitían a la Corona financiarlo y cubrir los gastos de guerra (II, Lib. II, Secc. XI, ítem 59; 73), las mismas guerras que la despoblaban.

Es gráfico al describir que, desde la llegada de las primeras naves a Europa, “las-tradas de barras de oro y plata” con las remesas de América, muchos abandona-ron los campos y se dedicaabandona-ron al ocio, no continuaabandona-ron con los oficios y gastaabandona-ron en exceso (II, Lib. II, Secc. XII, ítem 65; 77). Introduce párrafos muy significativos para defender a los naturales que recibían enorme perjuicio (II, Lib. II, Seccs. XV a XVII, ítems 81 y ss.) y al país: “Es, señores, el Perú el campo donde encierra el tesoro de sus más ocultos tesoros la naturaleza, en sus montes, […] en sus mares;

quien lo puede dudar. Encontró este tesoro […] el Español […]. Luego el Perú debe ser la mayor estimación de quien feliz le posee (II, Lib. II, Secc. VIII, ítem 48;

67); y reafirma: “Séame lícito, siquiera por paisanos, decir algo a favor de estos dos preciosos metales, tan amados como ofendidos, tan adorados de el corazón de los hombres, como infamados de sus labios (II, Lib. II, Secc. XII, ítem 66; 78).9 La dificultad no está en el oro y la plata, sino en el mal uso de ellos: “Cava para sí los montes el Español en Indias, pero cae el agua en algives rotos, a quienes usurpa agena [sic] tierra todo cuanto reciben, y no contienen” (II, Lib. II, Secc. XIV, ítem [78] 74; 83).10

Para Aguilar, el Perú aparece prefigurado en el oro y la plata, signos de la tierra usurpada de lo que por derecho le correspondía y, a pesar de ello, acusada de arruinar al depredador. El jesuita acota: “¿No se queja de que empobrece quien lo da, y se queja de que empobrece quien lo recibe?” (II, Lib. II, Sección X, ítem 57;

9 Las cursivas son mías en esta y en la siguiente cita también.

10 Por error en el folio 82, el número xiv, 78, en realidad corresponde al xiv, 74.

72). Finalmente, surge lo que estaba en el fondo de la queja: “Pero lástima es, que tan relevantes servicios se oculten con la distancia a los ojos de quien solo con atenderlos los premiara […] ¡O clima infeliz del Perú! Servir sin premio, y obse-quiar con quejas” (II, Lib. II, Secc. XI, ítem 64; 77).

Aunque Aguilar morigera la gravedad de su discurso estableciendo un paran-gón con el Antiguo Testamento, al hacerlo profundiza la denuncia pues evidencia la contradictoria política monárquica que desatendía a sus súbditos americanos.

Una frase resume la intención: “porque quien vive tan lejos de los sucesos, no le toca discurrirlos. Es, si, lícito decir, que si está perdida España, no es quien la pierde el Perú” (II, Lib. II, Secc. IX, ítem 56; 72). Una percepción que, sin implicar secesión, también se advierte en el texto de Ramírez y se consolidaba entre los intelectuales peruanos en la época de Aguilar y el detonante fue el mismo que condujo el extrañamiento en el siglo xvi, la incomprensión. Se quebraba la utopía con angustia y sin regocijo.

En este contexto se produce la presencia del arte como reafirmación de la uto-pía en peligro. Las donaciones, a ambos lados del Atlántico se explican en varios registros en tanto afianzamiento del propio valor, derivado del éxito de una empresa de la que recelaban algunos sectores peninsulares. La abundancia de recursos permitía la largueza que trataba de compensar el arrepentimiento que se consignó en muchos de los testamentos. Esta forma de redención era aceptada en su momento, toda vez que los escudos de armas familiares figuraban de manera destacada en las obras entregadas. El objeto de arte cumplió por sí mismo funcio-nes reivindicativas y de expiación en lenguaje religioso o laico reforzado por el prestigio y calidad del artista, agregándose a la generosidad el buen gusto. Por derivación, la imagen utópica de tierra de promisión y desarrollo se instituía con pleno derecho. Incluso el padre Peñalosa cuenta su experiencia con la prodigali-dad de los residentes peruanos que le obsequiaron el material, de una

Corona rica de oro y esmeraldas tan preciosas que de allí truje, de tan her-mosa hechura, de tan gran tamaño y valor, faltando yo de mi parte a necesi-dades precisas para que fuese tan acabada [fol. 140 vta] […] que tenía doce libras de oro, de veinte y dos quilates, y dos mil y quinientas Esmeraldas finí-simas de mucho valor, y algunas muy grandes […] y salió tan insigne la obra que es la más bella y perfecta de aquel género. Fue nuestro Señor servido que la trujese a España, en una costosa, y hermosa caja de plata: viola su Majestad y toda la Corte, celebrándola todos con grande admiración, y por la Corona más rica, vistosa, y graciosa que jamás se ha visto. (Cap. XXI, fol. 150)

Peñalosa es explícito al describir esta pieza que contrató fabricar en Nueva Gra-nada. En su caso, fue el irresistible deseo de cumplir con su imagen devocional en España y, posiblemente, lo que lo enfrentó a la magnificencia americana que no omitió censurar.