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Desde una perspectiva amplia es válido plantear que no solo estas dos obras de Sor Juana, sino la literatura novohispana en general solamente se puede entender con plenitud en el marco de la cultura del Barroco,8 pues esta literatura está con-figurada por principios estéticos y artísticos que emanan de un movimiento cul-tural que desarrolla y lleva a sus últimas posibilidades, al extremo absoluto, los elementos del canon clásico heredado del Renacimiento y con ellos un tipo de humanismo y toda una cultura que llamamos clásica, la cual, con distintas face-tas y arisface-tas, se extendió por toda Europa y por los virreinatos y demás regiones dominadas por España en el Nuevo Mundo. Esto no quiere decir que la poesía novohispana no tenga elementos propios que la diferencian de la que se hace en España, uno de ellos es el trasfondo que le da la apropiación que hacen de esta expresión los grupos criollos en la literatura usando el náhuatl, en la música con melodías y ritmos de origen prehispánico o en la arquitectura los matices colorís-ticos de las realizaciones en las que participaron artesanos indígenas.

8 Algunas de las ideas aquí expuestas fueron planteadas en Aurelio González: “La poesía barroca novohispana. Tradición y originalidad”.

El mundo novohispano se caracteriza por su abigarramiento racial, social polí-tico y cultural, y la literatura, en general, para poder reflejar esa condición múlti-ple, se apoyaba en la religión como uno de los elementos estructurantes, pero era capaz de recoger todas las tendencias y aunar en una sola obra, la tradición de la Antigüedad clásica, con el ámbito pastoril renacentista, la cultura humanís-tica con la religiosidad postridentina y la alta cultura cortesana con la tradición popular o la indígena. Todo lo cual no deja de ser una representación utópica del mundo.

En realidad, los poetas de este lado del Atlántico no quieren diferenciarse en su actividad de lo que se hacía al otro lado del mar en la Península, pero su visión del mundo los hace fundadores de una nueva realidad en un nuevo espacio que inicia con ellos una tradición. En este sentido, lo más fácil hubiera sido distin-guirse de lo que se hacía en España introduciendo localismos —ese fenómeno en realidad deberá esperar hasta el siglo xviii, incluso en el plano lingüístico—.9 Así, lo importante era “Que no se dijera que un indiano hacía menos bien un soneto o una octava que un español. Era mayor mérito parecerse mucho a Garcilaso o a Góngora, que inventar localismos” (Blanco, 26). Sin embargo, poco a poco, el contexto local penetra en la creación artística y casi por ley natural, esta empieza a reflejar el nuevo mundo creado en los cauces del mundo hispánico y la tradición clásica occidental, pero con personalidad propia, multiétnica y plurilingüística del Nuevo Mundo, de ahí estas representaciones no reales, sino utópicas. Era el nacimiento de la literatura mexicana cuando México se llamaba Nueva España.

En la poesía novohispana, de la cual son ejemplo el Neptuno alegórico y la loa de El divino Narciso, y en casi todas las expresiones artísticas de esa sociedad virreinal, tenemos lo que, fuera del ámbito renacentista y barroco español, sería casi una paradoja inconcebible: la unidad, más que contraste, entre la vida reli-giosa y la vida mundana; la monja de clausura escribiendo lo mismo la bienvenida política para el nuevo virrey que haciendo un auto sacramental dedicado a la virreina. Así, al lado de la vida de los fastos cortesanos encontramos el recogi-miento y la presencia del mundo religioso. Los autores que escribían los villanci-cos que se cantaban en la catedral de la ciudad de México, de Puebla o de Oaxaca, poesía que tenía como cauce la alegoría eucarística y era expresión acabada de la música y la religiosidad barroca, también escribían para las espléndidas y espec-taculares celebraciones cortesanas, eran los autores de lo que se ha llamado con justeza “la fiesta barroca”, aquella en la que como señala Maravall “se emplean medios abundantes y costosos, se realiza un amplio esfuerzo, se hacen largos

9 En este sentido es especialmente iluminador, por los datos que ofrece y el análisis que hace, el discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua de Concepción Company, El siglo xviii y la identidad lingüística de México, 2007.

preparativos, se monta un complicado aparato, para buscar unos efectos, un pla-cer o una sorpresa de breves instantes” (Maravall, 483). No solo Sor Juana, sino muchos otros religiosos, clérigos, letrados o caballeros fueron conocidos por su participación en la vida pública con todos los entresijos de poder que se pueden devanar en una sociedad en la cual los límites entre la religión, el poder, la cultura humanística y la erudición clásica y el lustre social eran más bien difusos. De ahí que pudieran o tuvieran que crear representaciones que eran utopías.

En la literatura novohispana de los siglos xvi y xvii encontramos afinada y floreciente, la tradición clásica greco latina, misma que se expresa en multitud de referencias a la mitología clásica y en el manejo conceptuoso de los tópicos culturales de la Antigüedad. Y esta tradición se vuelve el cauce para una repre-sentación utópica de la política, lo que es el Neptuno alegórico. Por otra parte es también una literatura producto de la religión postridentina, de la educación jesuita y de los rigores de la jerarquía eclesiástica y sus agravios represivos inqui-sitoriales, pero puede ser el cauce para otra representación utópica de la historia como en el caso de la loa del Divino Narciso.

Las actitudes, paradojas y propuestas estéticas no solo de Sor Juana, sino en general de los autores novohispanos, adquieren su verdadera dimensión si se interpretan en el marco de la cultura del Barroco, que, como es bien sabido, tiene una riqueza extraordinaria en España y en lo que hoy conocemos como el mundo hispánico, y en ese sentido, la Nueva España ocupa un lugar primerísimo tanto si lo vemos en la arquitectura de sus iglesias, catedrales y monasterios, en la riqueza de la música que se hacía lo mismo en México que en Puebla o Oaxaca, en extraor-dinarios intelectuales como Sor Juana o Carlos de Sigüenza y Góngora, o en los villancicos y obras de teatro de la monja jerónima o en la arquitectura de grandes obras como la Capilla de Rosario poblana.

Para la forma en que concibo que es útil el Barroco para entender la creación literaria y la cultura del siglo xvii, en expresiones profundamente conceptuales, frívolas o de circunstancia o alegóricas y utópicas, hay que recordar que dentro de las líneas generales de lo que es el Barroco destaca en primer lugar la apertura que permite y posibilita el desarrollo de sus presupuestos estéticos e ideológicos en distintos niveles de la obra artística. Esto es, las expresiones que llamamos del Barroco desarrollan sus propuestas tanto en un nivel de superficie del discurso como en la profundidad de la estructura y el sentido. Así, podemos decir que existen obras barrocas que desarrollan la musicalidad epidérmica como el juego brillante y melodioso de un Vivaldi (1678-1741) y hay otras que juegan en su inte-rior con los elementos compositivos estructurales como en las obras contrapun-tísticas de Bach (1685-1750), sin que unas sean superiores a las otras. Hay un Barroco estructural como el que se desarrolla en la arquitectura italiana (y en

especial la jesuita dominante en sus iglesias levantadas en Roma) del seicento del que es exponente magistral la iglesia romana de San Carlino “alle quatro fontane”

(1638-1641) de Borromini donde el principio estético está en mostrar las infinitas posibilidades de la estructura del edificio en una iglesia de dimensiones mínimas.

Y hay un Barroco de superficie como el que desarrolla los espléndidos juegos de luz y oro de los retablos novohispanos (debidos a Miguel Cabrera a mediados del siglo xviii) tallados y decorados con horror al vacío en el templo jesuita de San Francisco Javier en Tepotzotlán (1670), en la iglesia de Santa Prisca en Taxco (década de 1750), en la decoración del interior de la iglesia, llena de explosiones de colorido indígena en las bóvedas y muros de Santa María Tonanzintla (finales del siglo xvii) o San Francisco Acatepec (1650-1750) en Puebla, en las filigranas de piedra del monasterio de San Agustín en Querétaro (1731-1745), o de la fachada del Sagrario Metropolitano (Lorenzo Rodríguez, 1749-1768) de la ciudad de México o la decoración en blanco y oro de la Capilla del Rosario (1690) en Puebla.

Hay un barroco pictórico estructural de complejos juegos de puntos de vista como en Las Meninas (1656) de Velázquez y hay un barroco de superficie cons-truido por arreboles y volutas, nubes y paños volantes como en las Inmaculadas pintadas por Murillo (1617-1682) o el contraluz de Rembrandt (aunque este artista también es capaz del extremo estructural como en la Ronda nocturna (1642).

Aplicar estos conceptos a la literatura (en lugar de los esquemáticos y simplis-tas conceptismo y culteranismo) nos permite entender que entre una y otra forma existen relaciones e incluso simultaneidad cuando no se privilegia una sobre otra.

Pero en la literatura barroca de esta época no hay culteranismo vacío de concep-tos, ni conceptos que no se expresen en una forma novedosa y compleja. Poetas novohispanos de altos vuelos como Sor Juana o Sandoval Zapata, en sus mejores creaciones logran moverse en los dos niveles tanto en el estructural como en el de superficie y alcanzar los niveles que también alcanzaban los poetas españoles.

Así podemos tener un Barroco poético que rescata la superficie del texto con el sonido de la palabra, la fuerza de la imagen y el brillo del artificio. Pero la poe-sía puede ir más allá y desarrollarse en la estructura del texto y en las expresiones del Barroco halla campo fértil para el juego de los significados, la obscuridad del concepto y el arte de ingenio en temas que van de la lucha de la libertad contra el destino y la trascendencia simbólica en una densa construcción filosófica y sim-bólica, que incluye el planteamiento de soluciones teológicas muy acordes con la preocupación de la época, todo ello desde una coherencia y con sentido moral, jurídico y político hasta el juego ingenioso de los discursos de un gracioso de comedia o de una silva burlesca con valor lúdico. Y esto no excluye una abundan-tísima producción poética de circunstancia y de certámenes en la cual lo que predomina es la versificación hábil alejada de vuelos trascendentes o incluso de

auténtica creatividad, pero enmarcada en una poética barroca que valora el vir-tuosismo y privilegia el ingenio.

La creación poética novohispana se imbrica profundamente con la cultura barroca española, vive en la pasión poética de la antítesis, en los vuelos del sueño, en el laberinto del espacio, al mismo tiempo que en la perfección retórica y for-mal de una décima o un soneto, en la habilidad de una comedia o un arco triun-fal de circunstancias o de una ópera o comedia palaciega. Dios y la corte, drama y comedia, melodía poética y conceptismo elevado, los celos y el libre albedrío, las bromas y agudezas, burlas y alusiones oscuras, emblemas y sueños, arte de inge-nio por encima de todo. El Barroco como expresión del hombre creador de ámbi-tos en los que finalmente es centro y señor absoluto después del desencanto rena-centista, aunque estos ámbitos sean solamente literarios o artísticos. En este sentido la cultura del Barroco en la América hispana sigue los mismos cánones que la que se desarrolla en España, pero no por eso carece de personalidad pro-pia, sin que en este sentido se convierta en un “Barroco de Indias” (Moraña, 229-251) con sentido diverso de la mentalidad barroca general.

Por otra parte, el marco en que se desarrolla la cultura literaria de la Nueva España no podía ser otro que el religioso, ya que para aquella sociedad la reli-gión y la religiosidad eran valores fundamentales de su identidad. En realidad, su devenir histórico como sociedad estaba marcado por la religión, así buena parte de su poesía y de su literatura toda se relacionó con ceremonias, fiestas, oracio-nes, concursos y certámenes de la Iglesia y en la iglesia.

Pero esto no debe llevarnos a una conclusión errónea de que para esa sociedad todo era represión y miedo, en realidad para la sociedad novohispana todo era susceptible de convertirse en espectáculo y diversión incluidas las honras fúne-bres o túmulos funerarios en honor de un gran príncipe fallecido allende el mar o un auto de fe. Como ha dicho Pascual Buxó: “Contra quienes supusieron una sociedad novohispana fastidiada y silenciosa, presa de constantes temores reli-giosos […] hallamos un pueblo en bulliciosa juventud, apenas contenido por pre-ceptos y normas que le rigen su entrega al disfrute del mundo” (Arco y certamen de la poesía mexicana colonial [siglo xvii], 18).

Ha sido opinión muy difundida el considerar que la novohispana es una litera-tura al margen de su historia, circunstancial, acrítica, sin vuelo poético, posición que no comparto, más bien pienso que a los hombres de aquel México que se llamaba Nueva España, básicamente criollos, “les interesaba mucho menos el pa -sado [hasta cierto punto, solamente, matizaría yo] ajeno (de indios o de conquis-tadores) que su propio mundo de recientes habitantes de un nuevo reino, en el que querían instalar, a toda prisa y con todo aparato, la lengua, la cultura y las modas españolas” (Blanco, 19). Este es su discurso histórico y su posición es la de

encontrar una identidad en los cauces de la cultura barroca española.10 Como vimos, la particular visión del mundo de los poetas del Nuevo Mundo, debido a la penetración del contexto local en la creación artística, los hace fundadores de una nueva realidad que, de esta manera, inicia con ellos una tradición. Sin querer diferenciarse de los poetas de la Península, ellos mismos dan un impulso al naci-miento de la literratura mexicana.

También hay que entender que al hombre, y en este caso Sor Juana, la mujer, del Barroco, a fin de cuentas desencantados de la ilusión renacentista, presiona-dos por la muerte y destrucción del hombre, con un entorno políticamente hostil y convulso y convencidos de las vanidades del mundo, la posibilidad de crear en la literatura un mundo en el cual se mezclaban la política, la religión el amor y la mitología —visión evidentemente utópica, más que por no existente, por repre-sentación ilusoria e ideológica— debía producirle un deleite muy especial al cual se podían entregar casi podríamos decir que con pasión.

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10 En este sentido véase también el artículo antes citado de Zanelli en el cual encuentra también en esta obra de Sor Juana la “emergencia de una forma de conciencia criolla, que se filtra a través de una brillante manipulación del discurso y la retórica dominantes” (198).

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Zanelli, Carmela. “La loa de El Divino Narciso de Sor Juana Inés de la Cruz y la