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BELLAVISTA, LA UTOPÍA DEL NOVELISTA MExICANO TEODORO TORRES

Lejos de la patria durante un prolongado exilio político le presentó la oportuni-dad al novelista Teodoro Torres (1891-1944) de contemplar las condiciones socio-políticas necesarias para la perfección de la sociedad. Tal contemplación puede considerarse curiosa, ya que Torres se inició en la profesión de periodista durante el régimen del dictador Porfirio Díaz y, por la evidencia textual de sus tres novelas de la revolución escritas por Torres, no solo simpatizó con el gobierno autoritario, sino que también reveló su actitud contrarrevolucionaria en estos textos.1 La pri-mera de estas, Pancho Villa: una vida de romance y tragedia (1924), es un ataque abierto al líder de la revolución en el norte del país. Su segunda, Como perros y gatos (1925), es una sátira encarnizada de las distintas facciones revolucionarias.

La tercera, La patria perdida (1935), comenzada durante su exilio, pero publicada en México después de su retorno, es novela en dos tomos que podría considerarse más novela de inmigración2 que novela de exilio. Por lo visto la publicación de la novela pasó desapercibida, y hasta olvidada. Entre las pocas reseñas que salieron, una por F. Aguirre Beltrán y otra por el novelista Alfredo González se publicaron en La prensa de San Antonio, periódico que Torres había dirigido. La de Aguirre Beltrán es un resumen halagador de la novela. González, por otra parte, aprecia el realismo documental de La patria perdida, pero critica el hecho de que, con pocos personajes, la novela tiene más que ver con la vida y las meditaciones del propio Torres: “el propio autor, que en resumen de cuentas viene a ser el principal personaje de la novela” (3). Otra breve reseña la considera fallada, aunque un documento histórico importante (“The Editor Parenthesizes”). John E. Engle-kirk, uno de los pioneros del estudio de la literatura hispanoamericana en los Estados Unidos, por otra parte, fue uno de los pocos críticos de dedicarle una

1 Su bibliografía incluye otros libros: Orígenes de las costumbres (1935), Periodismo (1937), Hu -morismo y sátira (1943) y Golondrina, novela (1944). Hasta ahora, nadie ha compilado una bibliografía de sus escritos periodísticos, que deben ascender a centenares. Rand categorizó sus novelas de la revolución como “menores” (citado en Iduarte).

2 Para la definición y el estudio de la novela de inmigración, véase mi Hispanic Immigrant Literature.

reseña seria, y dicho sea de paso, planteó el tema utópico, identificando a Bella-vista como “isla virgen” dentro de los Estados Unidos (316).

En su reseña, Englekirk realmente no sabe si clasificar La patria perdida como novela de la revolución, ya que no se trata de “los aspectos sangrientos y bárbaros de aquel movimiento político-económico-social”, pero afirma que La patria per-dida trata tanto las causas como los resultados de la revolución (315). Lo cierto es que Torres se apartó definitivamente de lo contrarrevolucionario para considerar de forma sensible un futuro alterno para la patria. En los ojos de Luis Alfaro, su protagonista, la patria transformada por la revolución es irreconocible; tal vez lo fuera también para el autor mismo. En esta meditación novelística, Torres desa-rrolla oblicuamente el tema de una nación alterna; es la representada por el Sueño Americano, es decir, el sueño utópico que forma base de la identidad nacional estadounidense. Pero, al final de cuentas, el ejemplo del país de acero, el gigante del norte, no le ofrece un alternativo atractivo.

Al contrario de la mayoría de las novelas de inmigración escritas por hispanos en los Estados Unidos durante la primera parte del siglo xx, el protagonista de Torres, Luis Alfaro, logra retornar a la patria después de una larga estancia en el país del norte. En breve, La patria perdida explora las peripecias de Luis y su esposa, la enfermiza Ana María, cuya defunción cierra la primera parte de la novela y prepara la segunda, es decir, el retorno a la patria. Desde las primeras páginas del tomo uno, Ana María le ruega a Luis: “Quiero que me prometas que si muero, no me dejarás en esta tierra que no ha sido mala con nosotros, pero que no es la mía. Llévame a donde seguramente irás tú cuando yo te deje. A Morelia, a Pátzcuaro, a México, a donde yo sienta, después de muerta, que estás cerca de mí” (19).

Como todo inmigrante en la literatura hispana de los Estados Unidos, la pareja Alfaro compara de forma constante las dos sociedades vecinas. Solo que los tér-minos de la comparación se articulan en comparación nostálgica del México bajo el porfirismo, donde habían gozado de privilegios de clase social, con la sociedad norteamericana en pleno auge durante la segunda década, la del “jazz age” y la modernización industrial. También como todo inmigrante, la pareja se esfuerza en conservar las costumbres, la lengua y la religión de la patria, conforme a la ideología de exilio denominada “el México de afuera”, según la cual hay que rechazar las influencias nocivas del materialismo desenfrenado, la religión pro-testante y la discriminación por los yanquis. Además, hay una fuerte censura en la novela del agringamiento de los mexicanos —también denominado “ayanca-miento”— con la presentación de varios ejemplos de inmigrantes que han adop-tado los valores yanquis y viven una vida híbrida. Tal hibridez es anatema para Luis Alfaro.

Antes del fallecimiento de Ana María, sin embargo, la pareja experimenta una hibridez extrema, aunque Luis en realidad resiste reconocerla. La pareja, infértil

—se entiende que es la debilidad de Ana María—, adopta un bebé americano, rubio y de ojos azules, y tratan de criarlo como mexicano, faena casi imposible cuando Luisito crece en un medioambiente anglo-americano y asiste a escuelas americanas: “al seguir viviendo en su país, la gente de su propia raza le hizo pre-ferible y aceptable todo lo que era contrario o adverso a la casa que lo había ampa-rado: idioma, hábitos, tendencias, orgullos históricos y hasta prevenciones contra los mismos que habían asumido el papel de padres” (67). (Podemos preguntar-nos: ¿Será que la cultura mexicana es infértil fuera de la patria?) Como sea, no hay duda que la actitud de Luis frente a la pureza cultural y lingüística es muy conser-vadora, representada por su constante crítica acerba para con los pochos,3 los agringados y los ayancados en los Estados Unidos. En realidad, estos reciben la crítica más acerba en la novela, pero al final también representan la ansiedad de Luis de convertirse en híbrido también. Ser híbrido no es un beneficio que brinda el bilingüismo y el biculturalismo —tal como los vemos hoy— sino el problema de no ser ni pez ni pescado:

los hijos de estos paisanos […] se convierten en un elemento nuevo, que ya no es mexicano, porque solo conserva el color y los rasgos de su raza; y tampoco es norteamericano porque Estados Unidos no los adopta sino con hu -millaciones y restricciones, y vienen a formar parte de esa casta, la mexico-texana, que chapurrea el español, habla un inglés sui generis y tiene todos los deberes del ciudadano norteamericano, inclusivo el de ir a las guerras a defender el pabellón estrellado, y ninguno de sus privilegios; es comparsa en las elecciones y carne de cañón en las batallas. (169)

El Sueño Americano, por otra parte, es explorado mediante discusiones con in migrantes italianos, alemanes y polacos, quienes han dejado sus patrias para siempre y se han tragado por completo la vida materialista y la superioridad cul-tural de los estadounidenses: “Como en un conjuro, con la plática del italiano, se levantaba la ola de la emigración europea que viene a buscar el vellocino de oro, y realiza el milagro de labrar al mismo tiempo que la fortuna de cada emigrante, la riqueza fabulosa de esa Norteamérica, alquimista gigantesca, que torna en oro

3 Básicamente, pocho quiere decir ‘no mexicano’. Como dice el narrador de La patria perdida,

“originiariamente mexicanos, se han perdido o deformado con el contacto de la raza extraña”

(143), e “individuos de extracción mexicana, pero que no tenían ya nada de común con nuestra raza, porque eran, justamente, de los que se habían quedado, se habían norteamericanizado”

(152). Sobre pocho y agringado, véase Gutiérrez, 62-65.

el sudor de la frente y la fatiga de los pechos” (35). El inmigrante europeo, afirma el narrador, “se abrazaba con vida y alma al país maravilloso que todavía se dejaba conquistar por los que en Europa, con el mismo esfuerzo, apenas pueden conse-guir el mendrugo de la diaria subsistencia” (34). Nota Luis que los hijos de estos inmigrantes se han convertido en yanquis completos, después de haber estu-diado en las mejores universidades y adoptado la actitud de superioridad de los angloamericanos: “con los convencionalismos yanquis, que engendran el orgullo de la raza nueva, el producto puro del famoso «meltingpot»” (37). Después de una convivencia larga con los yanquis, Torres conocía muy bien la ideología del Sueño Americano, con la oportunidad prometida de poder “re-hacerse”, de convertirse en un Nuevo Adán en la sociedad norteamericana (“nacer en otro mundo y prin-cipiase una existencia nueva” [62]), o sea, la visión utópica instituida en la identi-dad nacional de los Estados Unidos y teorizada por los autores canónicos desde Cotton Mather, Benjamin Franklin y Ralph Waldo Emerson.4

Pero la visión de la utopía creada en el Coloso del Norte para Luis y Ana María es realmente distópica, representada en sus impresiones de Kansas City:

Kansas le parecía como todos los grandes poblados del país del norte, una ciudad de hierro, fría, estruendosa y dura como ese metal, hecha en férreos moldes, a golpes ciclópeos. Una fragua inmensa que nunca dejaba de traba-jar para seguir elevando hasta el cielo las Torres de Babel de aquellos edifi-cios gigantescos, para fabricar sus millones de carruajes que desfilaban por las calles congestionadas, en una línea sin solución de continuidad; para refaccionar el desgaste fabuloso de las mil máquinas que en todas partes jadeaban ayudando al individuo en los más nimios menesteres, hasta en el barrido de las calles y en las labores culinarias, como para dar oportunidad al hombre y a la mujer a que dedicaran más tiempo al negocio, al trabajo, al afán loco de la vida y del dinero. (47)

La pareja Alfaro es acosada por una nostalgia constante por el México de su juventud privilegiada y las costumbres de antaño que, se entiende, han dejado de existir -hecho confirmado en el retorno de Luis en el tomo dos de la novela-.

Luis y Ana María añoran la vida tranquila y pacífica de sus haciendas en México antes de la revolución: “en el panteón de la hacienda o bajo las bóvedas de la capi-lla adjunta a la «casa grande» reposaban todos ellos [sus antepasados] después de haber vivido felices en el pequeño paraíso heredado de generación en generación”

4 Véase mi artículo “La literatura hispana de los EE.UU. y el género autobiográfico” que traza el desarrollo de este canon.

(13). Este “paraíso”, esta paz, fueron destruidos por la revolución: “la sublevación de todo un pueblo contra el orden establecido; [Luis] presenció horrores, injusti-cias, la resurrección de las viejas discordias y sintió el desconcierto de un creyente que ve caer en torno suyo las imágenes de los dioses que adoraba y juzgaba indes-tructibles” (13).

Los Alfaro suspiran: si pudieran “re-establecer” esa sociedad, pero esta vez de una manera más equitativa para los habitantes y así evitar revoluciones. Los Alfaro se mudan a Kansas, apartándose de la comunidad de refugiados políticos residentes en San Antonio, Texas, los cuales reciben una crítica casi tan severa de Torres como los agringados. Su mudanza también es para separarse de la “vida agitada yanqui” descrita arriba, tal como lo hicieron miles de inmigrantes euro-peos en el siglo xix que se mudaron a las zonas rurales de los Estados Unidos para fundar pueblos utópicos bajo pretextos religiosos, filosóficos o políticos, dejando en la memoria colectiva de Estados Unidos los nombres de lugares ya desapareci-dos como, Hopedale (Lugar de Esperanza), Equality y Freeland.5 Así que los lati-fundistas Alfaro, en su afán de recrear una sociedad más pacífica y equitativa —y a la vez preservar sus privilegios—, compran una inmensa granja en las afueras de Kansas City y fundan su hacienda Bellavista. “Bellavista había sido el primer débil lazo de unión entre la desterrada pareja que no dejaba nunca de suspirar por su rincón nativo, y la tierra extraña” (16). Los Alfaro se comprometen a ofrecerles una vida más equitativa y cuidar bien a sus peones, “mexicanos todos”, a los cua-les los han llamado “colonos” y miembros de su “familia” (16). Sin ninguna auto-reflexión de parte del narrador, se pone a describir la nueva vida beneficiosa que disfrutan los colonos, ignorando por completo la sempiterna relación de maestro y siervo. No hay la más mínima sátira en esta representación que el narrador (el autor, podemos decir) clasista presenta a sus lectores:

Bellavista […] estaba en uno de los lugares más o menos eminentes de aque-llos contornos. Las casas de los colonos —mexicanos todos— eran alegres, distintas de las otras, de las de aquellos paisanos que trabajaban sin el ali-ciente de hallarse en una comunidad agradable y bajo el cuidado vigilante y paternal de un hombre de raza que se había propuesto a ayudar a los suyos al mismo tiempo que trabajaba para sí. (76-77)

Torres escribe siete páginas densas para describir la “casa grande”, las amenas ca -sas de los colonos y la relación estrecha que tienen estos con sus amos. La postura

5 Véanse los artículos de Dunne y de Mizarch que estudian este movimiento utópico en los Estados Unidos, casi desde la fundación de la nación y que se extendió de costa a costa durante el siglo xix y principios del xx.

elitista de autores consistente en toda la narración, relato que ha destacado la ignorancia y falta de educación de los refugiados económicos que han inmigrado a los Estados Unidos. Por otra parte, en boca de uno de los colonos agradecidos se describe las peripecias, el sufrimiento, la discriminación que han enfrentado los obreros inmigrados: “nos dijeron que aquí se barría el dinero con escobas. Las escobas sí las hallé, pero el dinero no. Yo barro las calles” (114). Así de un golpe se esfuma el Sueño Americano, ahora reemplazado por la utopía de Bellavista.

Al lector de hoy, tanto como el de la época representada en la novela, le parece-ría poco creíble la idea del refugio idílico de Bellavista, apartada del mundanal ruido de la vida en los Estados Unidos y del caos de la Revolución Mexicana.

Comenta el narrador:

No era, no podía ser una nueva patria, porque las patrias, como las madres, son insustituibles; pero allí, en la soledad de la hacienda el país adquiría el encanto de una isla virgen, sin el ruido de las fábricas ni el anhelo civilizador de sus ciudades indiferentes y orgullosas; proporcionaba, además un rincón donde vivir en paz, y hacía un silencio amable en torno de aquellos dos extraños que apoyados en su propio cariño esperaban siempre el regreso, sin las ansias mortales de los primeros días, pero con la terca ilusión del que nunca renuncia al bien soñado. (16)

Bellavista se construye así como el modelo perfecto de la ideología del México de afuera, pero un México perfeccionado, superior al México de adentro. Es una

“isla virgin” habitada por mexicanos, donde solo se habla el español y se conser-van las costumbres y la religión de la patria. Cuando al final del primer tomo se celebra el aniversario de independencia mexicana en Bellavista, Luis pronuncia un discurso para los colonos sobre el patriotismo; todavía está vigente el sueño del retorno a la patria:

No olviden que tenemos la obligación de querer a México sobre todas las cosas, de honrarlo, de vivir de tal modo que conquistando el respeto para nosotros, lo conquistemos para él. Saquemos de esta aventura del exilio el provecho de ser más mexicanos que ninguno por haber vivido fuera de México. Aprovechemos las lecciones de dolor que nos ha dado el destierro, con la conciencia de que no hay patria como la nuestra, y con la esperanza de que al reintegrarnos a la casa paterna hallaremos en ella más calor y más cariño […] México se nos va a presentar con un rostro nuevo cuando volva-mos. (126)

Esta última idea es profética: Luis afirma que los transmigrantes han cambiado tanto como México, y que necesitarán un período de acomodación al regresar a la patria. El tomo dos, sin embargo, explora la desilusión del protagonista al regresar a la patria y viajar a la capital. El reencuentro de Luis con México es completamente negativo:

Experimentaba Alfaro el primer síntoma de un mal que había de darle muchas amarguras en su viaje: la fatal revisión que daña de igual modo a las patrias que dejan marchar a sus hijos, y a los hijos que vuelven, al cabo de una ausencia prolongada y de haber adquirido, sin darse cuenta, modos de vida y de pensar extraños. El mal de la comparación, inevitable, que busca paralelos y pretende ajustar a los mismos cartabones vidas tan distintas como las de estos dos pueblos, México y Estados Unidos. (252-253)

El impacto del retorno en Luis termina disipando por completo sus anteriores sentimientos de nostalgia al enfrentarse con el atraso de la cultura mexicana:

“Tierra de castas y prejuicios […] Clases. División y subdivisión de clases” (218);

la relación entre el racismo y las clases sociales (219); el desorden y la falta de res-petar la ley (221); la miseria humana al lado de la riqueza más ostentosa (221, 251);

la grandeza de la capital menguada por zonas de basura, pobreza y miseria (327);

en resumen, declara el narrador: “La ciudad opulenta tenía aledaños de mendiga”

(327). En los ojos de Luis, México se había cambiado. México había sufrido una invasión del estilo de vida yanqui: o sea, “la invasión del cemento y de la cursilería progresista” (258); el crecimiento del turismo norteamericano había popularizado las costumbres varoniles de las gringas (263); se habían olvidado las tra -diciones del pasado y ahora, como en los Estados Unidos, la gente vivía en el momento con un movimiento irrevocable hacia adelante (269).

En resumen, el México que había conocido de joven se había cambiado; el medioambiente social y cultural era distinto: la comida le sabía sosa, producto de latas y la industrialización; como dice, “alimentos industriales, en fin, que tenían el gusto de la máquina” (302). El inglés estaba penetrando la cultura popular mexicana (338). La cultura norteamericana había invadido su patria, inclusive el maldito jazz importado de los Estados Unidos; no entendía como ese “mayar de gatos” y “rebuznar de jumentos” estuviera reemplazando la música tradicional mexicana (305). Pero más importante era su percepción de que el país se había revolcado de pies a cabeza: “la transformación social que se había operado en un pueblo. Todo un cataclismo que cambió conceptos, ensanchando los límites de una clase, reduciendo los de otra, poniendo lo de arriba abajo y lo de abajo arriba”

(291); no era como en Bellavista donde preservaba sus privilegios de clase social.

Hasta los papeles de género sexual se habían revolcado: las mujeres “vestidas

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