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Consolidación de la utopía frustrada

Desde el punto de vista de los actores, la utopía se niega en dos sentidos: 1. La peninsular respecto al valor, condición y capacidad de la tierra y de los indianos.

Se niega aceptar la riqueza y posibilidades de prosperidad de los que se arriesga-ron al viaje (cartas), cerrando toda posibilidad de cooperación y coparticipación;

2. La de los americanos que aspiraron a formar parte del imperio español en pie de igualdad, en un único proyecto geopolítico, pero enfrentaron el rechazo a considerarlos partícipes válidos. La frustración derivada de la negación llevada a niveles absurdos.

Avanzado el siglo xvii, el criollo Fr. Juan Meléndez O. P., destacado y respe-tado miembro de la Orden Dominica en Lima y encargado por esta de escribir su trayectoria institucional en el Perú, en su viaje de tránsito a Roma para completar su Tesoros verdaderos de las Indias En la Historia de la Provincia de San Juan Bautista del Perú De el Orden de Predicadores (1682), tuvo una experiencia reve-ladora en España con individuos “de mucho crédito” (Tomo 1, Lib. IV, Cap. IV, 347). En su testimonio señaló que allí estaban convencidos que “todos cuantos nacen en Yndias, son Yndios, o como ellos, gente bárbara, impolítica, indigna de estimación, mirándolos con desprecio, y no creyendo que saben, ni hablan romance, ni latín, ni las Artes liberales, ni aún las mecánicas, ni son capaces de ciencia, ni de gobierno, ni mando, ni de honor, ni prelacía” (348-349). Él no entiende este desconocimiento. En una sala de espera de la Corte en Madrid, un sujeto, presu-miblemente docto, opinó que un maestro catedrático en Lima y criollo [Melén-dez] era equivalente a un funcionario de ínfimo nivel en España. En una conver-sación que sucedía con fluidez, al conocer que venía del Perú, se asombró de que hablara “nuestra lengua”, anécdota que se repitió varias veces allí y en diversos lugares de España con otros tantos de “lastimosa ignorancia” (350) como los cali-fica indignado. Meléndez resiente que esto le sucediera con personajes presumi-blemente informados, en quienes no justifica el desprecio. En el texto se advierte el desencanto, la ofensa y se explica su reacción, proporcional a la marginación que recibe. Hasta ese momento creía que era igual a los peninsulares, imaginó que formaba parte de un cuerpo unitario, pero

con todas estas cosas tienen formado un concepto de los Yndios tan bajo, que primero le harán creer, que vuelan los Elefantes, que sacarlos de este concepto. […] ni a los que vienen de allá y refieren estas cosas les dan cré-dito, y hay ya quien quisiera contarlas, porque lo mismo es decirlas, que buscar una pesadumbre nacida de una porfía, porque o se las contradicen, o se las oyen por fábulas, guiñándose con los ojos los de la conversación, no ay [sic] quien los pueda sacar (hablo por lo general, que a la verdad; ay [sic]

algunos que están bien en la materia) de que todos cuantos nacen en Yndias, son Yndios. (348)

En este punto, Meléndez experimentó la ruptura de la utopía en su negación más extrema, la distopía. Cuando recibió el encargo especial de su Orden se sintió par-tícipe de una administración y una cultura común. Inicialmente parecía que efec-tivamente así era. Sin embargo, en cuanto se descubría su procedencia, su condi-ción, automáticamente la estimación de sus interlocutores desaparecía y pasaba a engrosar las filas del salvaje americano, a pesar de haber dado reciente muestra de su excelente educación. Experimenta la burla y la desconfianza. Meléndez acusa el desencanto, se siente ofendido, no comprende, su autosuficiencia se desmorona y con ella sus vínculos con la presunta patria lejana, la de sus ancestros.

Desde Roma defiende que los descendientes de españoles en América “nos lla-mamos allá criollos, voz que de cierto en España se ríen mucho: pero con la razón, con que se ríen algunos de todo lo que no entienden: propiedad de gente zafia, indigna de tener figura de hombres” (353). Meléndez se justifica recurriendo a argumentos que no podría sostener de encontrarse en América y menos en la fecha de su escrito, pero está desesperado, extremadamente indignado. Para entonces, la volatilidad del término criollo era amplia y acudían a él personajes que habiendo logrado una posición económica expectante, como los artistas o mercaderes mestizos exitosos, se inscribían como tales en los contratos. Una manera de vincularse a las clases acomodadas, pero que pronto dejaría de tener su connotación inicial. La situación evidencia la pérdida de la utopía, el des-arraigo que impulsó circunstancias como las que cuenta el dominico.

En las modalidades mencionadas se advierte el peligro de la extrañeza, del destierro en el primer caso, y el consecuente desarraigo en el segundo. El indiano decide, cuando no se ve obligado, a radicar lejos de la patria y construir una nueva realidad que intentará validar con el despliegue de riqueza que remarque la separación y el injusto olvido. El criollo encontrará que no tiene vínculos que reivindicar en España, que nada valida una posible identificación aunque, tam-bién utópicamente, amplios sectores defiendan su origen extranjero, no exclusi-vamente español.

Ambas posturas enfrentan la percepción americana: la del siglo xvi -de adap-tación y aprovechamiento de una situación singularmente propicia en el conti-nente- y la de los siglos siguientes, en los que tras años de esfuerzo y colabora-ción con la Península en el más amplio sentido, se advierte su inutilidad. Detrás, aparece la dificultad para obtener la condición de compatriota y en muchos casos incluso de humana convivencia. Se patentiza la pugna que desgarra conjuntos geopolíticos reunidos por circunstancias no totalmente aceptadas, que convier-ten en imposible la integración y el desarrollo común, salvo que medie una deci-sión conciliada.

A esto hay que añadir un aspecto que, desde la percepción, enfrentó el europeo en el sur del continente: constituirse en otro. Se produjo en dos niveles. El indí-gena que encontraron no condecía con la concepción tradicional monstruosa de un habitante de regiones desconocidas, en ocasiones era desconcertantemente similar, un otro demasiado próximo, como delata la vinculación de Hernando Pizarro y Atahualpa o el revelador Memorial de Bartolomé Álvarez.11 Posterior-mente, cuando se produjo la progresiva integración personal al mundo hallado, los europeos los confinaron a ser otro, una suerte de contagio por reflejo. Como resultado, el español americano debió reformular su condición individual bajo un proyecto nuevo de cultura, sociedad y admitir una particular sensibilidad para las creaciones artísticas que envió orgulloso a la Península. Se deconstruyó en la queja y se construyó en la donación y el afianzamiento del honor. En el diá-logo trasatlántico, la parte americana buscó ofrecer la utopía como prueba de una decisión dolorosa pero fructífera, opuesta a una realidad precaria. El receptor peninsular insistió sistemáticamente en la distopía, resentido por el abandono e indiferente a los logros de familiares y amigos, a pesar de beneficiarse de su existencia. Su contraparte sufrió los efectos más profundos e irreversibles por sus consecuencias políticas. Los indianos que se arriesgaron a un viaje incierto bus-cando mejores oportunidades, mantuvieron desengañados el pensamiento en la patria lejana resintiendo su extrañeza y frialdad.

Las donaciones de indianos al lugar de origen no supuso el anhelo de regresar.

Los que volvieron llevaron consigo el fruto de su éxito, como los Pizarro-Yupanqui;

o fray Benito de Peñalosa y Mondragón y la corona para la Virgen de Monserrat

11 Véase Martha Barriga Tello: “Denunciar y convencer: un problema textual en una crónica del siglo xvi [Memorial. Bartolomé Álvarez]” (2012) y “Bartolomé Álvarez. Una visión singular en el Perú del siglo xvi” (2012). En ambos estudios se analiza el desestimado “Memorial” del clérigo Bartolomé Álvarez de 1585, en el que con preocupación advierte de la errada percepción que se tenía en España al considerar incapaz y bárbaro al indígena del Perú, que traía como consecuencia los errores en la evangelización, prejuicios para los religiosos y autoridades, así como la persistencia de la cultura tradicional en los pueblos andinos.

de la que se enorgulleció. Los obsequios buscaron refrendar el resultado, dejar constancia del nombre familiar del sujeto cuya figuración nominal y formal recor-daría su arrojo y decisión, tanto como su terca presencia. La utopía se contradijo y diluyó a medida que se consolidaba en hechos fácticos, comprobables, en monu-mentos civiles, religiosos y obras de arte. Finalmente fue un fracaso para ambos sectores, un factor de distanciamiento y ruptura, un ideal prohibido a pesar de tangible.

En 1798 Terralla y Landa (seudónimo de Simón Ayanque) reprochó que en las nuevas generaciones en Perú, “La propiedad mas laudable / Que saca el niño en efecto, / Es ser mortal enemigo / De cualquier hombre europeo; / […] De forma que no exime / De aquel rencoroso afecto, / Ni el mismo que le dió el ser, / Ni tampoco sus abuelos” (116).12 Esta postura llegó con las circunstancias, con la frustración, un proceso doloroso e irreal, porque los lazos de dependencia con los ancestros hispanos no desaparecieron por estar quebrados. Los hechos subsi-guientes en el territorio americano llevaron este aspecto como trasfondo.

Epílogo

Los grupos migratorios en cualquier época -aunque bajo distintas circunstan-cias y diferentes los lugares en los que aspiran establecerse- son una muestra de lo que significa abandonarlo todo para iniciar la construcción de una nueva vida sintiendo nostalgia por una patria que no ofrece oportunidades. Si la intención de los viajeros del siglo xvi fue regresar a disfrutar de sus logros, la realidad los des-tinó a un segundo abandono, el de su lugar de procedencia. Cuando creyeron haber logrado replicar las condiciones que como individuos los insertarían en la Península, esta les negó la oportunidad a pesar de demostrarle su error. El 6 de julio de 1535, en Inglaterra, Tomás Moro fue llevado al cadalso y ejecutado. Ape-nas seis meses antes, el 18 de enero, se había fundado la Ciudad de los Reyes, capital de un distante y futuro poderoso Virreinato del Perú, que marcó el inicio de la desaparición de la utopía y así cumplió su condición de fórmula ideal con-denada al fracaso por irrealizable, e inexistente por excesivamente optimista.

12 Ayanque deriva esta opinión del aparente escaso interés que demostraban los criollos por la hidalguía, en beneficio de educarse y trabajar.

Obras citadas

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