• Nem Talált Eredményt

La ficción, en términos de veracidad, es una conjetura sintomática. Una señal o indicio de un acontecimiento posible. La especulación de una realidad fingida a raíz de una posibilidad no realizada. Pues toda mímesis verosímil tiene la potencia de ser real, de materializarse hipotéticamente en el mundo perceptible, y de ahí su capacidad para mover los afectos. Convierte a su receptor en un ima-ginador de heterocosmos, de mundos posibles, de realidades que no son, que no existen, pero que subsisten en la phantasia1 del lector.

Ya Aristóteles cimentaba el principio de la Poética en la mímesis, si bien en la mímesis verosímil. Su planteamiento conecta directamente con su teoría física acerca de los estados en potencia y en acto. La realidad existe en acto, en tanto que la mímesis subsiste en potencia.2 Toda representación ficcional se caracteriza por la capacidad de ser potencialmente real, de devenir en acto, toda vez que se ase-meja al mundo percibido, y en esa potencia de ser realidad reside la esencia de la verosimilitud tan preciada para Aristóteles.

Pese a que la concepción de la ficción como mundo posible ya se encuentra implícita en el tratado del Estagirita y de él procede, es en la posmodernidad cuando se tematiza, convirtiéndose en uno de los principales argumentos para abordar la naturaleza de la ficcionalidad. La observación de la ficción no como una mera imitación de la realidad, antes bien como la construcción de un mundo posible a partir de una posibilidad irrealizada, no es, sin embargo, del todo nueva.

1 La noción de phantasia es el término original empleado por los estetas antiguos (Platón, Aris-tóteles, Cicerón, Quintiliano, Pseudo-Longino, etc.) para definir la imaginación. Del mismo término procede fantasía y fantasma. La imaginación se concebía, de hecho, como productora de phantasias, es decir, como proyecciones fantasiosas de la mente sobre la base de imágenes miméticas.

2 El concepto de subsistencia fue introducido por el filósofo inglés William Kneale, a partir de la revisión de las reflexiones de Alexis Meinong, en torno al peculiar grado de existencia de las entidades de los mundos posibles. Los personajes literarios no poseen la capacidad de ser o existir (Sein) en el mundo perceptible, pero sí de “subser” o subsistir (Sosein) en el plano de la conciencia.

El enfoque parte de la teoría de los objetos inexistentes de Alexius Meinong sobre la base de la hipótesis de los mundos posibles de Leibniz.3 Toda ficción es un objeto inexistente, una utopía, desde el punto de vista material, pero en el plano de la consciencia la ficción se postula como un objeto tan real como la vida misma.

La ficción se identifica, pues, con la llamada jungla de Meinong, un heterocosmos de subsistencias habitado por personajes que, sin llegar a existir, son percibidos por el entendimiento humano a la manera de un concepto gracianesco.4 Según Thomas Pavel, “no son entidades concretas genuinas que podrían explorarse si se dispone de un telescopio adecuado; son modelos abstractos, y se les puede con -siderar como entes abstractos reales o como construcciones conceptuales” (65).

La recuperación de la teoría meinongiana por parte de los principales teóricos de los mundos posibles ha propiciado el establecimiento de la distinción entre los discursos que presentan lo acontecido históricamente -lo existente- y aquellos que generan realidades imaginarias que carecen de materialidad y, en cambio, las percibimos como existentes, subsistentes para ser más precisos. Existen como tales porque nuestro entendimiento las categoriza como reales en el plano de la consciencia, pero a diferencia de la realidad percibida por los sentidos, accedemos a su subsistencia únicamente a través de la imaginación.

La ficción pertenece, con lo cual, al plano conceptual de la realidad: hablamos de realidades abstractas por carecer de materialidad. Ello no implica que la fic-ción sea completamente irreal, sino que el texto, la escritura, que abre la brecha para que podamos acceder a ese mundo posible de ideas y conceptos, es mate-rial, es real y lo aprehendemos por medio de los sentidos gracias a los signos.

Ahora bien, el mundo posible que genera la función referencial del lenguaje, esa imitación verosímil que tiene la potencia de ser como así la concebía Aristóteles, no reproduce la realidad material sino un universo paralelo, alternativo, utópico

3 Así comenta la cuestión José María Pozuelo Yvancos: “Meinong había distinguido, para dar cuenta del estatuto ontológico de los objetos ficcionales, entre ser (Sein) y ser tal (Sosein).

Según esta distinción puede sostenerse que un objeto que tiene tales y cuales características es independiente de su existencia. Podemos en consecuencia hacer proposiciones verdaderas o falsas sobre objetos que no existen, como afirmar que «Pegaso no tiene alas». Esta afirmación es falsa, puesto que sabemos que el objeto Pegaso tiene alas, aunque no exista. La vía abierta por Meinong es la posibilidad de formar predicados denotativos para objetos inexistentes en el mundo real, pero sí en el mundo definido por la referencia. Meinong supone que cuando algo puede ser pensado es un objeto y lo es en tanto satisface las propiedades de su descripción: x es un objeto si satisface las condiciones de su descripción en una frase gramaticalmente correcta con valor de verdad. Toda descripción aceptable gramaticalmente y definida por sus términos designa un objeto” (278).

4 Para Baltasar Gracián, la agudeza es la capacidad del escritor de concretar en un concepto toda potencia de ser, y este, a su vez, es aprehendido por el lector no a través de los sentidos sino mediante el poder de abstracción del entendimiento.

y ucrónico, una posibilidad de realidad no realizada, fruto exclusivo de la phantasia.

Pero dentro de la concepción de la ficción como objeto conceptual puro y por tanto subsistente, cabe distinguir, como ha incidido Pavel, “entre la ficción pura y la posibilidad no realizada” (60). No es lo mismo una phantasia radical que desborda toda potencia de ser, como las fábulas milesias de las que hablaba Aris-tóteles, que una mímesis especulativa y conjetural, cuya verosimilitud estriba en su semejanza con el mundo percibido y la experiencia sensitiva.5 Para Linda Hut-cheon no es tanto que percibamos los mundos posibles de la ficción a través de los sentidos, cuanto que, merced a la función referencial del lenguaje, la ficción genera un heterocosmos aprehendido mediante la imaginación:

Lo que sucede es que los referentes del lenguaje novelístico (que, como en breve se demostrará, son ficticios y no reales) gradualmente se acumulan durante el acto de leer, gradualmente construyen un “heterocosmos”, esto es, otro cosmos, un sistema ordenado y armonioso. Este universo ficcional no es un objeto de percepción, sino un efecto que experimentará el lector, un efecto que será creado por él y dentro de sí mismo. (88)6

5 No es descabellado plantear que, a diferencia del cine o el teatro, la catarsis del receptor sea incluso más intensa en el caso de la lectura: el lector no es únicamente testigo ocular de la tragedia, sino que participa en cierto modo del acontecimiento trágico al recrearlo en su imaginación como vivencia y recuerdo posible. Mientras visionar una obra de teatro o una película es semejante a ser testigo de un accidente o una catástrofe, la ficción nos obliga a experimentar, en nuestra conciencia y en primera persona, la experiencia no realizada gracias al poder evocador de la phantasia. La opsis que conlleva todo espectáculo convierte al recep-tor en testigo ocular de los acontecimientos e impone una distancia entre el espectador y la escena. La imaginación, al simular interiormente la opsis del espectáculo, neutraliza dicha dis-tancia, pues construye el heterocosmos ficcional por medio de los significados lingüísticos.

Como nos ha enseñado la teoría de la percepción, estos significados no están desprovistos de una fuerte carga afectiva, pues la memoria es emocional y, por consiguiente, tiende a afectar el ánimo del lector con mayor intensidad. No es solo que nos apiademos de sus protagonistas, sino que además en el acto mismo de la lectura suplantamos en cierto modo la personalidad de los protagonistas y experimentamos la historia como propia. Nos identificamos con la tragedia y por añadidura nuestra consciencia nos convierte en partícipes de la misma. Es una cuestión que requiere un desarrollo mayor del que aquí pueda ofrecerse, con lo cual únicamente hemos querido apuntar la idea para comprender mejor el impacto emocional que propicia el heterocosmos trágico en la conciencia del autor/narrador del relato de Casciari.

6 Traducción mía. El texto original es: “What happens is that the referents of the novelistic lan-guage (which, as shall be demonstrated shortly, are fictive and not real) gradually accumulate during the act of reading, gradually construct a “heterocosm,” that is, another cosmos, an ordered and harmonious system. This fictional universe is not an object of perception, but an effect to be experienced by the reader, an effect to be created by him and in him.”

Todo heterocosmos no es, pues, una mera phantasia sin pies ni cabeza a seme-janza de la figura irreal descrita por Horacio en el inicio de la Epístola a los Piso-nes, sino una recreación de la realidad por medio de la potencia de ser, implícita en toda mímesis. Como alega Lubomír Doležel, “las ficciones (los objetos ficcio-nales) se derivan de la realidad, son imitaciones/representaciones de entidades realmente existentes” (69).

Toda ficción conlleva una función mimética -o cuando menos una función seudomimética-, es decir, la capacidad para referenciar la realidad y construir su arquitectura en torno a imágenes y acontecimientos reales a partir de una posibi-lidad. Pero no hablamos de una representación histórica de lo acontecido, sino de una ficción, un desvío potencial, una brecha imaginaria, un mundo nuevo posi-ble abierto gracias a la capacidad representacional del lenguaje.7

Esta capacidad de ser potencialmente real genera un sinfín de mundos posi-bles, de realidades alternativas y paralelas que se desarrollan en el espacio utópico de la ficción. Como plantea la primera tesis de Doležel acerca de la ficcionalidad,

“los mundos posibles son conjuntos de estados de cosas posibles” (79). Es una realidad mundana en potencia por su constitución imaginaria. Que la realidad supere en ocasiones la ficción no implica que la ficcionalidad de los mundos bles de la escritura se materialice. Conlleva que, como potencia, albergue la posi-bilidad de acontecer como realidad en un plano hipotético y teórico.

El mundo posible jamás lo es en acto -un posible realizado-; bien al contra-rio, es una posibilidad de ser en acto -posible no realizado-. De ahí que Doležel afirme que el “Napoleón de Tolstoi o el Londres de Dickens no son idénticos al Napoleón histórico o al Londres geográfico” (79). En otras palabras, que toda entidad ficcional se desarrolla en un espacio utópico donde se presenta una serie de instancias narrativas, de fantasmas de la imaginación por más que estos se inspiren en personajes y hechos reales. Es, en efecto, una negación radical de la historicidad de la ficción, pues esta es siempre utópica y ucrónica por el hecho de ser imaginaria.

Por ello, el reconocimiento que muchas veces establecemos entre lo real y lo ficcional da lugar a lo que bien podríamos llamar la falacia de la verosimilitud,

7 Pozuelo Yvancos anota con respecto a las tesis de Doležel: “Los mundos ficcionales literarios no pueden ser sin más ejemplos de mundos posibles metafísicos: los literarios se hallan dotados de especificidad, que es preciso atender en los términos de una semántica de los mundos posibles armonizada con una teoría textual y una semántica literaria” (280). En otras palabras, no es que el escritor parta de un mundo posible metafísico y lo formalice a través de la escritura;

bien al contrario, la función referencial de la escritura es la que favorece el acceso a un mundo posible de ficción a través de su lenguaje. Y de ahí que en el plano literario, para el crítico español, “las preguntas acerca del ser real o verdadero de la entidad inexistente carezcan de sentido” (279).

esto es, la identificación intuitiva de lo ficcional con lo real, del estado verosímil en potencia con el estado histórico en acto. Para Doležel, la verosimilitud implica

“una identificación inter-mundos” (79), pero nunca supone una transposición literal de la realidad: de ahí que el escritor se consagre como “un historiador de los dominios ficticios” (75). No recrea el estado en acto, es decir, el aconteci-miento, el lugar o el tiempo histórico a diferencia de lo que haría un historiógrafo, sino una utopía, una ucronía, una ficción imaginaria sin posibilidad alguna de acontecer o haber acontecido históricamente, aun cuando reconozcamos en los protagonistas y sucesos de la mímesis a los personajes y hechos históricos concre-tos que parecen inspirarlos.

La teoría de la ficción como mundo posible de Doležel liquida esta problemá-tica y el dilema, en consecuencia, de reducir la narración histórica a una ficción.8 Cierto es que existe una delgada línea que separa la historia -discurso descrip-tivo- y la literatura -texto construcdescrip-tivo-, y que en toda ficción, desde luego, hay margen para lo histórico y viceversa. Pero es preciso diferenciar la ficción histó-rica o la autoficción de la historiografía o la biografía. Estas últimas ofrecen un relato del acto histórico, mientras que las primeras conllevan siempre una diége-sis de la potencia imaginaria, aunque su fundamento se encuentre en el acto his-tórico mismo. Según Doležel, el “Napoleón de Tolstoy no es menos ficcional que su Pierre Bezuchov y el Londres de Dickens no es más real que el «País de las Maravillas» de Lewis” (80). Conviene, por tanto, tener esta sutil diferencia pre-sente para no incurrir en la falacia de la verosimilitud. El universo de la ficción es, en definitiva, un mundo híbrido (posible), como concluye el teórico checo siguiendo las modalidades aléticas, a caballo entre el mundo natural (necesario) y el sobrenatural (imposible).

De hecho, siguiendo a Doležel, los lectores acceden al universo ficcional en el momento en que suspenden, como advertía Coleridge, su incredulidad y “sólo si asumen el status” de estas ficciones como “alternativas posibles” del mundo real (83). Como afirma Kendall Walton, toda escritura supone un juego de mentiras, un “make-believe” (citado en Pavel, 72). Y ese acceso se da “a través de los textos literarios que son leídos e interpretados por lectores reales” (Doležel, 83).

8 Disolver la distinción entre el discurso histórico y la diégesis ficticia deriva en peligrosas aseveraciones. Cierto es que la historiografía anterior al siglo xx, conforme a la observación de Hayden White, se ha visto contaminada por la ficción, presentando a los héroes nacionales como protagonistas de hazañas épicas y construyendo alrededor de ellos una autoridad moral como medio para fomentar unos intereses políticos e ideológicos concretos. Precisamente si algo ha demostrado la historiografía posmoderna y trabajos como Metahistory: The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe (1973) es la necesidad de desvincular la historiografía de los mecanismos, dinámicas y procesos poéticos.

Así pues, es la propia escritura la que abre la brecha para acceder al no-lugar posible. Dejamos de percibir el mundo real para habitar y experimentar en nues-tra consciencia un espacio de la imaginación creado por el escritor, una utopía que encierra una alternativa potencial de la realidad histórica. Si bien se trata de una experiencia no realizada, la percibimos como cuasi-experiencia, al igual que un sueño. No es en absoluto real pero la experimentamos como si lo fuera, en primera persona, sobre todo cuando nos referimos al escritor que imagina y narra la vivencia, mediante su escritura, como si esta hubiera acontecido real-mente y no así como circunstancia subsistente.

Para Pavel, en concordancia con lo estipulado por Leibniz y Meinong, toda conjetura conforma una entidad posible, “si es verdadera en al menos un mundo posible accesible desde el nuestro” (61). Tal es el caso de la ficción. Y añade el teó-rico, recordando las reflexiones de Kripke a este respecto, “«Sherlock Holmes no existe, pero en otro estado de cosas hubiera existido»” (62).

Ahora bien, existen ficciones que desbordan la verosimilitud y, por ende, neu-tralizan su posibilidad de ser verdad, siguiendo a Pavel, desde el momento en que

“Sherlock Holmes puede dibujar un círculo cuadrado”, con lo cual, en su caso, “su mundo dejaría de ser un mundo técnicamente posible” (65).9 Pero a juicio de Pozuelo Yvancos: “No es menos ficción, ni tiene por qué ser más verosímil la novela realista del xix, que la de un viaje fantástico de ciencia-ficción. El lector actúa construyendo imagen de mundo igualmente en uno y otro caso” (267). En definitiva, que la ficción se parezca más a la realidad tangible no la convierte en menos fantasiosa que una novela sobre supuestos acontecimientos sobrenaturales o futuristas. Pues la verosimilitud depende no del mayor o menor realismo sino de su potencialidad de ser.

He aquí que todas las modalidades realistas, máxime cuando hablamos de variantes radicales como la autoficción, presentan justamente una cosa que podría pasar o que bien podría haber pasado, que el escritor o escritora experimentan en la consciencia como real por tener lugar en uno de los posibles mundos de cuan-tos pudieran existir, consolidándose por tanto como principal paradigma de la teoría en cuestión.10 Ya señalaba Aristóteles que “no corresponde al poeta decir lo

9 No obstante, Pavel observa que “el criterio de verdad o falsedad de un texto literario y de sus detalles se basa en la noción de posibilidad (y no sólo de la posibilidad lógica) respecto al mundo actual” (63), y que la veracidad o falsedad de la ficción es un criterio irrelevante desde el punto de vista poetológico.

10 Así lo interpreta Soledad Arroyo en su estudio sobre la autoficción: “Entender la literatura ficcional a través del concepto semiótico de mundo posible (derivado de la filosofía lógica y de los trabajos de Leibniz) ofrece múltiples beneficios, sobre todo para el caso que aquí se trata: la escritura autoficticia. Esta forma literaria, que busca precisamente poner a prueba los géneros

que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimi-litud o la necesidad” (1451a, 36-38).

Pocas piezas literarias se han escrito que reflejen mejor la índole de la autofic-ción como modelo de la teoría de los mundos posibles que “Finlandia” de Hernán Casciari (Mercedes, 1971).11 Pues en este relato autoficcional, la teoría de la ficción como mundo posible desarrollada por Hutcheon, Pavel y Doležel opera con total efectividad.

En “Finlandia”, el autor argentino desarrolla precisamente toda suerte de reflexiones en torno a la posibilidad ficticia y problematiza un motivo presente en la literatura hispánica del nuevo siglo: el impacto sobre la consciencia de la posi-bilidad de lo real que encierra todo heterocosmos de ficción. Se trata de una diná-mica que comparte el autor con numerosos escritores herederos de los plantea-mientos de Borges, Elizondo o Cortázar. En el contexto de la literatura española destacan a este respecto Javier Marías o Vila-Matas; pero es en la literatura

En “Finlandia”, el autor argentino desarrolla precisamente toda suerte de reflexiones en torno a la posibilidad ficticia y problematiza un motivo presente en la literatura hispánica del nuevo siglo: el impacto sobre la consciencia de la posi-bilidad de lo real que encierra todo heterocosmos de ficción. Se trata de una diná-mica que comparte el autor con numerosos escritores herederos de los plantea-mientos de Borges, Elizondo o Cortázar. En el contexto de la literatura española destacan a este respecto Javier Marías o Vila-Matas; pero es en la literatura