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JUAN CARLOS ONETTI: CIUDADES, PUEBLOS Y ESPACIOS ALTERNATIVOS

O something pernicious and dread!

Something far away from a puny and pious life!

Something unproved! something in a trance!

Something escaped from the anchorage and driving free.1 Walt Whitman

El espacio predominante en las narraciones de Juan Carlos Onetti es el urbano;

la vida de sus personajes se desliza sobre el cemento de ciudades o pueblos y desde allí se imaginan o sueñan otros espacios, tiempos y aconteceres.

Uno de los primeros críticos en advertir la condición urbana de sus textos fue Emir Rodríguez Monegal quien, a lo largo de diversos ensayos publicados alrede-dor de 1970, insiste en la idea de que el mundo creado en las narraciones onettia-nas es el de la ciudad rioplatense del siglo xx. Y añade que con sus primeras novelas, este escritor marca también el acceso de una nueva promoción de narra-dores que, en el Río de la Plata como en México, en el Perú como en Chile, en Cuba como en Venezuela, irán descubriendo el nuevo rostro de la América Latina, el de una “modernidad caótica, angustiosa”. Un rostro distinto con res-pecto al dibujado por “los grandes novelistas de la tierra y la selva”, como José Eustasio Rivera, Rómulo Gallegos, Ricardo Güiraldes y Ciro Alegría. Onetti se situaría así en una etapa decisiva de las letras latinoamericanas, “la del descubri-miento del nuevo mundo de la gran ciudad, de sus hombres, sus proyectos, sus muertes” (Rodríguez Monegal, 433).

Por su parte, también en la década de los setenta, Mario Vargas Llosa habla de tres tipos de novela en la historia de la literatura hispanoamericana: la novela refleja (siglo xix), la primitiva (en cuyo catálogo incluye muchos de los títulos mencionados por Rodríguez Monegal) y la de creación. “La novela de creación no es posterior a la novela primitiva”, dice Vargas Llosa. “Apareció discretamente

1 Epígrafe de La vida breve citado de “A Song of Joys” de Leaves of Grass de Walt Whitman.

cuando ésta se hallaba en pleno apogeo, y desde entonces ambas coexisten, como los rascacielos y las tribus, la miseria y la opulencia, en América Latina” (187).

Páginas más adelante agrega: “Se ha dicho que el paso de la novela primitiva a la nueva novela es una mudanza del campo a la ciudad: aquélla sería rural y ésta urbana. Esto no es exacto, […] sería más justo decir que la mudanza fue de los elementos naturales al hombre” (“Novela primitiva y novela de creación en Amé-rica Latina”, 190).

En nuestra hipótesis, la riqueza de la concepción onettiana de la ciudad radica en el trabajo con la complejidad de la sociedad en el interior mismo de sus habi-tantes, en sus relaciones y lenguajes y, por tanto, en la fisonomía del discurso novelesco. Espacios desolados (desiertos para el individuo aislado en la muche-dumbre) o relaciones pueblerinas emergen en cada esquina de sus grandes ciuda-des; tipos humanos y conductas metropolitanas se instalan en sus pequeños pue-blos.2 Junto al espacio “real”, los rememorados, soñados o imaginados viven en la psiquis de sus personajes, de ahí que la dinámica de muchas narraciones con-sista en el pasaje de uno a otro lado, frecuentemente sin que se realice un despla-zamiento físico. Con solo dirigir la atención hacia la psiquis, momento que el relato señala enfocando la gestualidad de los personajes, estos viajan distancias kilométricas, protagonizan increíbles aventuras en tierras lejanas o reciben la visita de imágenes de sueño.3

A propósito de El pozo, Josefina Ludmer esboza una idea que me parece impor-tante desarrollar: el cambio de lugar define a la literatura de Onetti: “El pozo, inci-pit del corpus, liga la iniciación -sexual y literaria- con la invención de otro espa-cio, con el cambio de lugar que define la literatura en Onetti, y con la negación de la muerte, la obscenidad y la sordidez de este lado, desde donde se escribe” (39).

Sin embargo, creo que cambiar de lugar no implica negar la muerte ni la obs-cenidad y la sordidez del lado donde se escribe en el caso de El Pozo, o donde simplemente se vive, como en la mayoría de las ficciones. Para el lector atento -no necesariamente para el personaje- toda palabra escrita es innegable. Creo que Onetti aproxima el lado vivido al fantaseado o soñado y nos muestra cómo se

2 Cuando usamos los términos metrópolis y metropolitano, nos referimos a los trabajos de Georg Simmel (especialmente, a El individuo y la libertad) sobre la “moderna gran ciudad”, que este filósofo tipifica a comienzos del siglo xx, por contraste con las formas de producción y relaciones sociales imperantes en ciudades antiguas y pueblos. En esta acepción, “la metrópolis es la forma general de «existencia» moderna, producida por el proceso de racionalización mercantilista de las relaciones sociales que modifican la cualidad de la ciudad tradicional en un universo cuantificado y abstracto” (Gorelik, 21).

3 Gestos y actitudes corporales marcan el pasaje: una cabeza que se inclina sobre el pecho, un abrir y cerrar de ojos, un dar la espalda a otros personajes. La pauta es tan visible como los apartes en el teatro.

trasfunden en el propio texto, cómo lo real se transfigura en la invención o lo inventado choca contra los muros de la existencia cotidiana. Un lado ilumina al otro, lo hace perceptible; entre ambos, una frontera porosa y cambiante permite el pasaje. Propongo entonces, una lectura de espacios contrastados y de fronteras, esas líneas ambiguas que sirven de límite y de lugar de pasaje.

Quisiera subrayar el hecho de que, a excepción de algunos textos tempranos y de menor valor literario como “El obstáculo”, “Los niños en el bosque” y Tiempo de abrazar, Onetti no construye sus espacios sobre la base de un sistema de exclu-siones tajantes. La oposición campo / ciudad, propia de estos relatos y de algunos artículos de esta primera época,4 pronto se desvanece para dar lugar a complejas relaciones de colindancia y simultaneidad.

La ciudad moderna, sus arritmias, cortes e interrupciones fascinan al novelista experimental, que fue Onetti en su primera etapa, quizás por eso recurre a las ciudades de su experiencia vital, Montevideo y Buenos Aires para ubicar allí sus ficciones. Sin embargo, también en ese espacio frenético emergen bolsones de tiempos pasados y espacios campiranos. En textos más breves aparecen también algunos pueblos como el de la provincia argentina de “Un sueño realizado” o el de la sierra de Los adioses.

Vargas Llosa fija el nacimiento de la novela de creación en El pozo, y advierte que, gracias al manejo del lenguaje y al rigor de la técnica, los asuntos que expresa adquieren dimensión universal. “[…] solo y entre la mugre” (Onetti, Tomo I, 4) de un de cuarto de vecindad donde los diarios viejos sustituyen a los vidrios de la ventana y cuya puerta no se nombra a la hora de describirlo, Eladio Linacero recuerda, imagina, percibe y se percibe. Pero, antes que nada, escribe en un espa-cio miserable y claustrofóbico como pocos; sin embargo, en él penetran fragmen-tos de ciudad e inmensidades lejanas a través de los túneles del recuerdo, los sue-ños y la imaginación.

El “desierto en la ciudad”, del que hablaba Roberto Arlt en varias de sus cróni-cas, la sensación de soledad en la muchedumbre citadina o en la relación de pareja llega a El pozo por el lugar común de la pampa despoblada, un tópico que recorre la literatura argentina del siglo xix5 y se prolonga en ficciones y ensayos del xx:

4 Me refiero a algunos de los artículos publicados en las columnas del semanario Marcha entre 1939 y 1941, bajo los pseudónimos de Periquito el aguador y de Grucho Marx, recogidos en el tercer volumen de las Obras Completas de Galaxia Gutenberg. Estos textos intentan abrir el debate, provocarlo, de ahí que la actitud del autor suela ser mucho más maniqueísta allí que en los textos de ficción.

5 En la crónica de ese nombre, publicada el 26 de enero de 1929, anota: “para todo hombre desesperado, la ciudad es como un desierto donde no cabe esperar piedad ni socorro de nadie. Un desierto de interminables calles rectas, de innumerables casas de puertas abiertas o cerradas” (Arlt, 217).

“Entraba mucho frío en el reservado con cerco de cañas y enredaderas. Me acuerdo que las voces que llegaban atraían una sensación de pampa despoblada”

(Arlt, 13).

En esta novela emerge también un tipo de espacio construido a la medida del deseo propio del habitante de ciudades multitudinarias, cuya cotidianeidad curre en el gris del cemento, sometida a la temporalidad monótona de la rutina.

En las ficciones onettianas es aquel donde suceden los sueños o las aventuras, dos tipos de acontecimientos que se confunden y traslapan, en tanto pertenecen a los dominios de la psiquis. En El pozo, Eladio Linacero distingue unidades narrativas provenientes de la vida real (“sucesos”) y las opone indiscriminadamente a sue-ños y aventuras.

Lo curioso es que, si alguien dijera de mí que soy “un soñador”, me daría fastidio. Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero hablar de los sueños, no es porque no tenga otra cosa que contar. Es porque se me da la gana, simplemente. Y si elijo el sueño de la cabaña de troncos, no es porque tenga alguna razón especial. Hay otras aventuras más completas, más interesantes, mejor ordenadas. Pero me quedo con la de la cabaña por-que me obligará a contar un prólogo, algo por-que sucedió en el mundo de los hechos reales hace unos cuarenta años. También podría ser un plan el ir contando un “suceso” y un sueño. Todos quedaríamos contentos. (Onetti, Tomo I, 5)

Las aventuras se encuentran ya en cuentos tempranos, como “Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo” (1933) y “El posible Baldi” (1936), se mencionan a propósito de la sintaxis del relato en El pozo y reaparecerán una y otra vez.6 Quizás la mejor expresión del deseo que las provoca sean esos versos de Walt Whitman que Onetti cita como epígrafe de La vida breve, gesto que reproduci-mos en este trabajo.

Soñados o fabulados en la vigilia, los territorios donde transcurren las aventu-ras o los sueños de Suaid, Baldi o Eladio Linacero constituyen la otra cara de aquellos donde se representa el presente del flaneo por las calles del centro de Buenos Aires en los dos cuentos mencionados o el presente de la escritura en El pozo. La cara exótica del mundo para estos habitantes de las urbes rioplatenses,

6 Según Georg Simmel, la aventura es una experiencia delimitada por un principio y un fin clarísimos, y posee una intensidad extraordinaria. Simmel añade que “Esta posición anímica es lo que fácilmente concede en el recuerdo la coloración del sueño a la aventura. Todo el mundo sabe con cuánta rapidez olvidamos los sueños, porque también éstos se sitúan fuera del contexto, lleno de sentido, del todo de la vida” (Sobre la aventura, 18).

radicalmente diferente con respecto a las calles céntricas por las cuales flanean, o el cuarto de conventillo en el cual habita y escribe sus “memorias” Eladio Lina-cero: minas de diamantes en África del Sur, llanuras heladas en Alaska o el Yukón.

Estos territorios exóticos provienen, sin duda, del cine y la literatura, dos de las artes que pueblan el imaginario de los habitantes de ciudades en el siglo xx.7 El cuarto de conventillo se convierte en el espacio “real”, donde colindan los espa-cios urbanos de la experiencia de vida con los paisajes de Alaska o el Yukón leídos en las novelas de aventuras o contemplados en las pantallas cinematográficas.8

Pero no solo es otro el espacio, sino que también difiere el tipo de relaciones humanas que se entablan aquí y allá. En el espacio de las aventuras de estos pri-meros relatos (no así en textos posteriores), Onetti concibe una proximidad humana donde la cercanía de los cuerpos sustituye, paradójicamente, a las pala-bras. Allí encontramos la taberna donde un puñado de hombres derrocha cama-radería y juega por centavos, cuando la soledad puebla la escena de la escritura, y la historia del personaje hilvana desencuentros y rupturas. Y si el miserable cuarto de conventillo constituye el centro del espacio de la escritura en El pozo, la cabaña de troncos constituye el centro del espacio de la aventura. Compañía, amistad o exquisito erotismo en la aventura, rupturas y soledad en el plano de lo

“real”. Si la vida escinde o enfrenta, la respuesta de ese escritor amateur consiste en componer una sintaxis nueva con fragmentos y cicatrices.

Especial atención merece Tierra de nadie, novela publicada en l941, donde el espacio de la mayor urbe rioplatense parece reclamar la utilización de técnicas entonces relativamente nuevas, como la interrupción, el montaje, la itinerancia del narrador.

Aun en este texto, radicalmente experimental, irrumpe la llanura pampeana en los escenarios bonaerenses. Los aires de provincia encarnan un cuestiona-miento del proyecto modernizador, una desconfianza constitutiva que Onetti inscribe en sus propios actores: los integrantes del grupo de intelectuales y artistas, cuyos nombres pautan el territorio porteño y guían los recorridos del discurso.

7 A propósito de El pozo, Josefina Ludmer afirma que “el sueño se constituye sobre el modelo de la novela de aventuras y viajes. Si el suceso «real» con Ana María ocurrió cuando Linacero tenía 15 o 16 años, ese momento de iniciación erótica se muta, en la aventura, en otro momento de iniciación: la entrada en la literatura mediante los relatos de aventuras. Allí está la infancia y la pubertad de las «memorias» y allí está la memoria: son recuerdos de las lecturas de la infancia y la juventud: viajes, mapas, geografías, la lucha y el poder, el otro reino donde se colma el deseo.

Jack London, Julio Verne, Emilio Salgari” (Ludmer, 38). Y quizás también Joseph Conrad, D.

H. Lawrence, E. Hemingway… Onetti fue un lector voraz a lo largo de su vida.

8 La correspondencia con Julio E. Payró (Cartas de un joven escritor), que se extiende de 1937 a 1957, recoge comentarios sobre exposiciones de pintura o películas de estreno a los que asiste nuestro autor, o sobre lecturas de libros de reciente publicación, noticias de periódicos y revistas de diversa procedencia.

Las conversaciones de estos personajes suelen abordar el tema de la ciudad mo -derna y, específicamente, de la ciudad de Buenos Aires a fines de la década del 30.

Junto a los cuartos o los espacios abiertos donde los seres se aíslan y monolo-gan, el espacio urbano en Tierra de nadie consta de lugares de reunión: allí se escuchan conversaciones y ecos literarios de los debates de la época. En el inven-tario de esos puntos de coincidencia podemos incluir una kermesse en los prime-ros fragmentos, “el molino de la alemana” en diversas ocasiones, el velorio del escritor Llarvi, cuartos de pensiones o de casas, oficinas, escaleras…

La instancia reflexiva típica del discurso onettiano, dispersa aquí en tanto no existe un narrador representado, se adjudica en diversas ocasiones a un personaje masculino, Aránzuru, pariente porteño de Eladio Linacero. El continuo pasaje por su nombre, su actuación y pensamientos, lo convierten en una figura impor-tante de esas constelaciones inestables que nuclean a los personajes de esta novela.

A propósito de Aránzuru, en sus reflexiones o sus diálogos con los distintos personajes, se menciona un espacio muy especial en la narrativa onettiana: la isla de Faruru. En el fragmento vi, después de tener sexo con Nené, la joven que aborta páginas más adelante, Aránzuru se aísla y deja derivar su pensamiento. El narrador aquí ve, pero sobre todo oye a través de las percepciones del personaje masculino; escucha y refiere, entrecomillado, su monólogo interior o se distancia y narra con “objetividad”, visualizando hechos y cosas sin mayor coloración valo-rativa. La escena reúne el parloteo de la mujer que se viste y arregla frente al espejo, el monólogo interior del personaje masculino y la voz diferenciada del narrador en tercera persona. Desnudo en una cama de amueblada, con los movi-mientos de su novia frente a los ojos y sus coplas canturreando en los oídos, el monólogo interior del amante deriva hacia los temas del tiempo y la palabra, mientras los cuerpos se separan.

“El reloj picotea sin descanso y esto es el tiempo.” Aránzuru vacilaba entre imaginar el minuto en todo el mundo y el minuto en él, cuerpo y alma. Lo tentaba una poesía fácil de nombres geográficos y científicos. Después, se le ocurrió buscar una sola palabra que lo encerrara todo. Recordaba ahora cuántas veces el viejo Num había cambiado el nombre de la isla: Anakai, Tangata, Faruru: … “¡Con una f de la garganta!”. (Tomo I, 65)

El más provisorio de los interiores urbanos, el cuarto de hotel de paso, condensa por un momento la ciudad y las formas de vida metropolitanas. Los personajes las actúan aislándose y derivando hacia sus existencias individuales, mientras el narra-dor muestra la divergencia de los cauces. La mujer canturrea, se mira al espejo, da la espalda al hombre y trae al cuarto provisorio los tiempos comunes de la ciudad:

habla de esos tiempos, comprobando su paso en el reloj y en la rutina del vestido.

Todavía en la cama, el hombre medita con el eterno cigarrillo en la boca y el cuerpo desnudo; cierra los ojos para despedirse de la mujer próxima y del momento com-partido para deslizarse por sus propios túneles hacia la ciudad que les rodea, seguido de cerca por el narrador, quien refiere su palabra interior. En medio de los ruidos de la amueblada, Aránzuru protagoniza el más onettiano de los viajes: un descenso hacia el fondo de sí mismo, donde vislumbra una fugaz iluminación que no puede compartir cabalmente con ninguno de sus semejantes. Como Linacero, este perso-naje masculino experimenta la más aguda percepción de la ciudad en su propio interior; y para ello cierra los ojos. El gesto y la posición corporal indican el comienzo de un momento de ensimismamiento; si visto desde afuera este personaje parece dormitar, de la piel hacia adentro su conciencia vigila.9

Ese huésped de hotel de paso piensa en imágenes y juega con las palabras como un auténtico poeta. En la babel de “la ciudad enorme que lo estaba rodeando”, el hombre desnudo cae en la tentación de una “poesía fácil de nombres geográficos y científicos. […] Anakai, Tangata, Faruru: … «¡Con una f de la garganta!»” (Tomo I, 65). La frase que pronuncia y que la mujer no entiende en el contexto de la escena y en el código compartido encierra un trisílabo indescifrable, a su vez, intercambiable por otros vocablos, igualmente extraños para los hablantes rio-platenses. Con este vocablo que suena fuerte y significa a lo largo de la novela se denomina un espacio: la isla de Tierra de nadie. “Pero no la traen los mapas”

(Tomo I, 57), dirá su autor intelectual, el viejo Num, en una conversación con Aránzuru. Este territorio de ubicación y existencia indocumentables, es una auténtica creación de la palabra:

-Sí, la isla… Si usted la viera, doctor. No se viene más, no.

-¿Cómo era el nombre?

-¿El nombre, dice? ¡Qué cabeza! Hay algunos días… Ah, Faruru. Sí, el nom-bre es Faruru. Todo eso de la Polinesia, las islas. Pero no la traen los mapas.

Una isla… Ah, nada de blancos, es la única que queda. ¿Le conté? Estuve de

Una isla… Ah, nada de blancos, es la única que queda. ¿Le conté? Estuve de