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Utopía personal en Carpentier

En Los pasos perdidos, se podría hablar de varias utopías personales: en el caso del padre del narrador, la de volver a su Europa; en el del Adelantado, la de fundar y gobernar una ciudad nueva; y en el de Yannes, la de encontrar el oro y la riqueza.

También podrían analizarse los diferentes niveles espaciales de las utopías, de aquella local (de Santa Mónica) hasta la continental (en las reflexiones sobre el papel de América). Pero en este caso nos atenemos a la utopía personal del narra-dor-protagonista, dado que es el único filtro mediante el cual nos enteramos de los acontecimientos, el focalizador principal: los demás personajes no tienen posibilidad para exponer sus propias reflexiones —y, por tanto, lo que él dice sobre los demás puede parecer también menos auténtico— .6 Su estado inicial es resumido impecablemente por Ricardo Benavides:

5 Podemos hablar de esta existencia al menos en un nivel potencial, si consideramos los límites materiales, mentales y culturales de su trasmisión.

6 Con la terminología de Mieke Bal, el papel de los demás personajes no sobrepasa el de sujeto secundario o de ayudante (38-41). Conviene observar, no obstante, que todas estas rutas personales se entrelazan con el destino del protagonista: la idealización del padre induce la

La primera unidad presenta a este existente instalado en un sistema polí-tico-social que lo encadena a un número de dependencias enajenantes. Está revolcado en lo viscoso de la mala fe. Los valores de su mundo y los suyos propios se han cosificado. El amor se le convierte en rutina con su esposa y en erotismo casi vergonzante con Mouche, su querida. La coacción econó-mica le ha hecho comercializar sus talentos artísticos, divorciándole así pro-fesión de vocación. Cómitres y Contables le dirigen la vida en el rebaño, que no comunidad, que forma con sus semejantes. Esta degradación alcanza al lenguaje y el protagonista, todavía capaz de tomar conciencia verbalizando el proceso, no consigue, sin embargo, romper con esta forma de vida que lo aniquila. (18)

Está, por tanto, harto de la monotonía, del ser del Avispa” u “Hombre-Ninguno” (Carpentier, 14), sin embargo, al comenzar sus vacaciones, siente des-concierto ante la posibilidad de dialogar consigo mismo, y de pronto echa de menos la monotonía y la cárcel de la que acaba de salir. Por puras coincidencias (el encuentro fortuito con el Curador, el malentendido con Mouche, etc.) se ve obligado a viajar, y acaba por ahuyentar el desconcierto mediante el trabajo en las vacaciones. El viaje, a la vez, funciona como huida de su realidad, guiada por cierta nostalgia de un pasado idealizado: “añoraba —como por haberlos cono-cido— ciertos modos de vivir que el hombre había perdido para siempre” (37).

Los principales puntos de referencia para esta nostalgia son: su propia niñez, la Antigüedad clásica (Ulises, Sísifo y otros mitos, el mundo del Mediterráneo) y los días del Génesis.7

Antes de viajar, sin embargo, el protagonista efectúa otro tipo de evasión: las largas visitas al museo. En el segundo capítulo (IX sección) evoca un recuerdo de estas visitas (Carpentier, 89), pero en el primer capítulo (en un momento anterior en el texto, pero posterior en la fábula) se describe una visita concreta, poco tiempo después de la oficialización de su expedición, en la que desarrolla la idea del viaje en el tiempo mediante la observación de obras de arte provenientes de distintas épocas. En este momento afirma que recorre este viaje “sin tener todavía una idea muy clara” (35) de lo que le esperaba, pero se puede argumentar lo con-trario: en este proceso ya vemos el hilo conductor de su pensamiento, “como una

posterior desilusión de su hijo en Europa, el anhelo del Adelantado le propicia el lugar para imaginar su felicidad, y los trabajos de Yannes le consiguen el billete de vuelta a la ciudad al final de su fracasado intento de regresar a Santa Mónica.

7 En su artículo, Martin y McNerney señalan una posible dirección opuesta de la utopía: hacia la resurrección, relacionada con la escena del canto del Hechicero, mediante la composición del Treno, que, sin embargo, se convertirá en su propia canción de luto (497-498).

prefiguración de acontecimientos por venir”8 (64), una idea prefabricada, que se repetirá más tarde en el recorrido en la selva. Por tanto, el protagonista —sin darse cuenta— no llega a conocer un mundo nuevo, sino emplea su idea fija para asimilar la realidad a sus preconceptos y propósitos.

Parece apoyar esta tesis la escena del merodeo ebrio en el hotel:

Recorría interminables corredores […] De pronto, una forma conocida me hizo detenerme, titubeando, con la sensación extraña de que no había via-jado, de que siempre estaba allá, en alguno de mis tránsitos cotidianos […]

Esa idea de no haberme movido pasó el calambre de mi rostro al cuerpo.

Vuelto a una noción de colmena, me sentí oprimido, comprimido […] como si estuviera cumpliendo la atroz condena de andar por una eternidad […].

(59-60)

Esta sensación de haberse quedado “allá” se manifiesta todavía en un entorno urbano; el sentimiento subyace a todo el viaje, aunque el protagonista cree firme-mente que es un atributo de la civilización moderna, y no de él personalfirme-mente.

Por eso no hay que sorprenderse de sus primeras impresiones fortalecedoras al dejar el ámbito: “Hasta ahora el tránsito […] había sido, para mí, una suerte de retroceso del tiempo a los años de mi infancia” (77). Este proceso se repite más tarde, transponiéndose a un nivel histórico (pasando por el Descubrimiento), y hasta a uno cosmológico (el mundo del Génesis).

En este momento de su viaje, hay un único elemento disonante: Mouche repre-senta exclusivamente el mundo de la ciudad dejado atrás. No es una coincidencia que la amante acabe arrodillada ante la naturaleza y las intemperies del viaje, después de una pelea casi alegórica con Rosario. Es conveniente que el protago-nista la abandone: “Yo sentía en todos ellos, una tácita solidaridad con Rosario […] Era evidente que Mouche estaba de más en este escenario, y yo debía recono-cerlo así, a menos de renunciar a toda dignidad” (141-142).9

8 No hay que olvidarse tampoco de un hecho que el narrador-protagonista descuida: la prefiguración no existe como tal si no hay un sujeto que efectúe la asociación entre los dos eventos.

9 Es interesante observar aquí cómo convalida el narrador-protagonista sus sentimientos mediante las opiniones postuladas y atribuidas a otras personas o incluso multitudes. Para aportar dos ejemplos más: “Me imagino que me está mirando con ironía” (252), y “me pareció que compartía en esta hora, con los millares de hombres que vivían en las inexploradas cabeceras de los Grandes Ríos, la primordial sensación de belleza” (155). Es útil notar la abundancia de los verbos de percepción en muchas descripciones de muchas cosas que sin ello tenderían a parecer observaciones objetivas y aceptables sin necesidad de que el lector las cuestione.

Rosario, esa mujer que vive “en el presente […] sin arrastrar el ayer, sin pensar en el mañana”, para quien “no existe la noción de estar lejos de algún lugar” (171) pasa a ocupar el lugar de Mouche. Según la descripción, hay en ella “una dignidad innata” que negaría “de antemano la acometida fácil” (104).

Podemos tener sospechas en cuanto a la validez de esta descripción compuesta por elementos implícitos —al fin y al cabo, no hay más que algunas semanas de experiencia detrás de la caracterización que le da el narrador-protagonista— y de un episodio concreto: rara dignidad innata debe de ser la que le permite que haga el amor con el protagonista bajo la hamaca de Mouche, cuando esta yace enferma, casi inconsciente, sobre ellos. Pero en aquel momento, esto no contradice los pro-pósitos del narrador, por tanto, no repara en ello. Otra omisión suya le resultará igual de decisiva: si Rosario no conoce la “noción de estar lejos” y “vive en el pre-sente”, la conclusión lógica es que tampoco se mantendrá fiel a él si se aleja de Santa Mónica.10 Pero en aquel momento, el objetivo principal del protagonista es obtener papel y tinta, por tanto, no repara en las posibles consecuencias secunda-rias de su decisión.

Asimismo, ignora que él viene de la ciudad al igual que Mouche, y que es un elemento tan disonante en el entorno selvático como ella. El mejor ejemplo de su otredad se produce en su descripción del pasaje infernal hacia Santa Mónica, cuando él experimenta un “desconcierto”, un “extravío total”, mientras que

“todos parecían tranquilos” en su entorno (154). Las constantes asociaciones lite-rarias, históricas y míticas también lo distancian del mundo circundante: pre-tende identificar las épocas en retroceso según las comodidades materiales acce-sibles (p. ej.: el paso de la electricidad a la vela), pero en eso no se da cuenta de que las referencias culturales por él efectuadas anulan este retorno, ya que lo sitúan fuera de la época en la que cree llegar. Pero otra vez, no le convendría aplicar esta percepción, ya que lo apartaría del propósito de su huida.11

10 El narrador debe de notar esta característica por su constante ansia de salir del momento.

Su actitud -tal como lo reconoce en la reflexión final- parece quedar simbolizada por el nombre de la taberna (“Los recuerdos del porvenir”), no motivado con otra explicación en la historia. Con términos de Genette, podríamos decir que el narrador en sus reflexiones está constantemente realizando prolepsis y analepsis, pero persiste sin remedio en el momento actual de su vida, estableciéndose así en una acronía permanente (Genette, 131-137).

11 Se podría proponer el intento de aplicar el criterio de los conocimientos culturales accesibles de una manera subjetiva. Eso resultaría en personas en el mismo espacio viviendo en épocas diferentes. La diferenciación objetiva, en cambio, es la que establece las épocas históricas.

Ninguno de las dos convalidaría su percepción de estar regresando hacia el pasado. No obstante, dado que este es su objetivo, ignora cualquier elemento que le contradiga. Esto es muy complicado de percibir, ya que el único filtro mediante el cual podemos darnos cuenta de ello es, precisamente, la narración del protagonista, que quiere ocultarlo incluso de sí mismo.

En algunos momentos, sin embargo, se percata de su distancia: “reconocía que toda una cultura […] me separaba de esa frente” (104), “Me siento vagamente inquieto —un poco intruso, por no decir sacrílego — […] con mi presencia” (191).

Pero este sentimiento vago nunca tiene consecuencia en sus acciones: lo oprime una y otra vez para facilitar la obtención de su propósito —los hechos no pueden contrariar sus preconceptos—.12

A pesar de eso, no se debe pasar por alto el hecho de que en ambos lugares

—tanto en el que rehúye como en el que busca— se produce en el protagonista un sentimiento de no pertenencia: al final, a pesar de toda la idealización del nuevo ambiente, decide volver a la ciudad. Su interpretación exterioriza el problema en el plano ciudad-selva, pero para el lector cabe advertir que este pertenece más bien al plano interior del narrador mismo, en su personalidad intermedia que

“cobraba conciencia de la música transcurrida y de la no transcurrida” (204), debido solo al conocimiento previo de la evolución posterior de la música res-pecto al canto del Hechicero en la escena del “Nacimiento de la Música” (175).

En este mismo cauce de inconsciencia, se propone un problema sin salida que le coloca en una situación intermedia en cuanto al matrimonio con Rosario: “La verdad —si la digo— me pondrá en situación difícil ante el misionero […] La men-tira —si la acepto— echará abajo […] la rectitud que yo me había propuesto como ley inquebrantable” (210). En realidad, el hecho de que Rosario no quiere oficiali-zar el matrimonio, no influye en su dilema —nada más ofende un poco su orgu-llo— dado que en este momento su propósito inconfesado ya parece ser otro:

obtener papel y tinta, y este dilema puede apoyar su idea de marcharse.

Después de la vuelta a la ciudad, le pasa lo que suele pasar a los mineros, según el relato de uno de ellos: “la rara fatalidad […] siempre hace regresar al descubri-dor de una gran gema, pobre y endeudado al lugar de su encuentro” (139). La idea-lización y absolutización de un momento positivo antes vivido le obstaculiza el reconocimiento de la posibilidad del cambio: tarda mucho en darse cuenta de que el nivel del río ha subido, y le decepcionan definitivamente las noticias traídas por Yannes desde Santa Mónica sobre la convivencia de Rosario y Marcos (algo que, teniendo en cuenta sus propias reflexiones anteriores, habría podido prever si eso no le hubiera contrastado el propósito momentáneo). En el cierre de la narración reconoce su situación, pero solo porque en este momento su propósito es disua-dirse del mundo de Santa Mónica de los Venados, otra vez a pesar de la realidad, cuando el descenso del nivel del río podría posibilitar su vuelta.

12 Queriendo aplicar los términos de Ricoeur, se podría opinar que el protagonista pretende ignorar su mismidad, el núcleo constante de su personalidad, para identificarse con sus circunstancias, con su ipseidad. Su fracaso se produce ante la imposibilidad de separar los dos conceptos (Ricoeur, xi-xv y 138-151).