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Universidad Autónoma de la Ciudad de México

CREAR EN EL MARGEN . ANáLISIS DE LA ESPACIALIDAD EN EL cUaRto MUNDo DE DIAMELA ELTIT

En El cuarto mundo (1988) de Diamela Eltit, los espacios son fundamentales1 tanto por el papel que juegan en la trama como por la carga simbólica que algu-nos de ellos parecen tener: la novela inicia con la concepción de los mellizos en el vientre materno; al crecer, el hermano experimenta entre las callejuelas su inicia-ción sexual; el padre sigue a la madre hasta el “lugar exacto de su última cita”

(204) con su amante; la familia es precipitada al encierro en su propia casa; al final, la ciudad, devastada, es vendida. Lo notable es que los espacios adquieran una presencia tan importante —que el lector pueda sentirlos con una gran viveza— sin que, en estricto sentido, haya descripciones de ellos y, cuando las hay, resulten desconcertantes por los pocos datos que aportan para que el lector los imagine. Por ejemplo, en la primera parte, narrada por el mellizo —titulada “Será irrevocable la derrota”— este nos dice sobre los jóvenes que están por atacarlo: “el parecido era como la arquitectura de la ciudad, que desorientaba al paseante: éste veía cómo las diferencias muy pronto se mimetizaban entre sí. Algo similar pasaba en la cara de esos jóvenes. Su raíz popular formaba un cuerpo único, dise-minado en distintos movimientos individuales” (197). Se trata de una imagen desenfocada, incluso, sugerida. El narrador nombra un solo aspecto tanto de la ciudad como de los jóvenes; uno que tiende a ser abstracto, que apunta más a cómo el personaje los percibe que a una realidad objetiva: la sensación de que las diferencias entre los edificios y entre los rostros se pierden.

Esto podría llevarnos a pensar que el espacio no está representado como tal, sino que está co-dado,2 es decir, que el lector lo da por hecho, sin que el texto lo nombre. Pero en la novela, los lugares están enunciados: la casa, la ciudad, las

1 Como afirma Pastén, Eltit “confects an aesthetics of space” (32).

2 En La obra de arte literaria (1929), Roman Ingarden menciona, además del espacio representado

—que se configura a través de las unidades de sentido— y del imaginacional —que está en potencia en el representado y que durante la lectura se lleva a acto en el correlato—, el espacio co-representado o co-dado. Por ejemplo, en El cuarto mundo nunca se mencionan espacios como la cocina y el baño, pero al vivir los personajes en una casa, el lector los da por hecho: si es una casa, debe tenerlos. Pero no están representados sino co-representados (Cfr. Ingarden, La obra de arte literaria, 264-275; Ruiz 85-90; Vergara 72-76). En El cuarto mundo no es que todo

callejas… Además, se dicen o sugieren ciertos aspectos de ellos. Aspecto en su segunda acepción: ‘Elemento, faceta o matiz de algo’ y no en la primera: ‘Aparien-cia de las personas y los objetos a la vista’ (RAE, en línea). La mayoría de las veces en la novela no se determinan los aspectos visuales. Y es que es imposible, como afirma Roman Ingarden, con un número limitado de palabras o de oraciones, fijar “la variedad ilimitada de los objetos individuales representados” (“Concreti-zación y reconstrucción”, 34; el énfasis es del autor) en un texto. No se puede presentar el espacio desde todos y cada uno de sus aspectos y desde todas las perspectivas posibles. Pero, además, “Sólo algunas [de esas] propiedades […] son importantes y ventajos[a]s” (34) para el fin artístico de la obra. Por eso, hay una gran cantidad de aspectos y perspectivas que son dejadas “como indeterminad[a]

s o sólo son insinuad[a]s.” (34). A los aspectos que sí se nombran, Ingarden los llama “aspectos esquematizados”. Esquematizados porque se trata de “ciertas idealizaciones, que son […] un esqueleto, un esquema” (Ingarden, La obra de arte literaria, 309). Dichos esquemas, al ser reconocidos por el lector, posibilitan que este rellene algunos de los espacios indeterminados del texto.3 En El cuarto mundo, por ejemplo, no se dicen algunos rasgos del vientre, como su aspecto exterior. Sin embargo, quien lee, reconoce el esquema y da por hecho que lo hay.

Incluso “llena” que, conforme los fetos tienen menos espacio, el vientre se agranda. Pero esa información no está “positivamente” determinada, es el lector

el espacio esté co-representado, hay elementos en las unidades de sentido que lo representan, solo que no lo hacen de una forma convencional y, particularmente, no a través de un registro visual.

3 La obra literaria se compone, según Ingarden, de cuatro estratos: el de las formaciones lin -güísticas de sonido, el de las unidades de sentido, el de los objetos representados y el de los aspectos esquematizados. Para explicar este último, el fenomenólogo polaco pone como ejemplo que se mencione a un “hombre viejo y experimentado”. Si no se dice de qué color tiene el pelo, se apela al conocimiento del esquema por parte del lector para completar ese aspecto como “usualmente” es, por ello, sería legítimo imaginarlo con canas:

“en el caso de las expresiones nominales sencillas […] el objeto intencional perteneciente es proyectado explícitamente y actualmente con respecto a su constitución material solamente en un momento de su naturaleza constitutiva, a fin de que, e. g., las determinaciones materiales pertenecientes a la humanidad ya sean cointencionadas implícita y potencialmente. Si un objeto individual se llama «hombre», este objeto está intencionalmente determinado como tal, mas todas sus (innumerables) propiedades todavía no están, con eso, positiva e inequívocamente determinadas” (La obra de arte literaria, 293).

Los aspectos esquematizados son aquellos rasgos que están nombrados o configurados e imp -lican la perspectiva desde la cual se nos presentan los objetos. Ingarden afirma que 1. de ellos dependen la “intensidad y la riqueza” (“Concretización”, 44) de la aparición de los objetos representados durante la lectura, 2. que introducen rasgos “estéticamente valiosos” (44), 3. que su elección “se relaciona estrechamente con la atmósfera imperante en la obra […] o con una cualidad metafísica” (44) y 4. que el empleo predominante de algunos de ellos confiere “un sello característico” (La obra de arte literaria, 329).

quien, a partir de reconocer el esquema, satura esa zona de indeterminación. Por ello es posible imaginar de forma viva el mundo y los objetos de la obra, aunque estos no están plenamente determinados en ella. Por otro lado, que la interioridad del vientre sí esté nombrada, es una decisión artística significativa, que coloca esa perspectiva en “primer plano”.

Así, también es una decisión artística en la obra que los aspectos visuales ape-nas se nombren, y que al leer se tenga una sensación de nebulosidad. Al principio, tal vez el lector pueda creer que se deba a la naturaleza del vientre: moverse en él de forma casi ciega corresponde al esquema. El mellizo habla de “la oscuridad”

(Eltit, 153) y de “sustancias espesamente rojizas” (155), como correspondería a lo que intuimos es la perspectiva interna de ese espacio. Pero la nebulosidad es una característica que se mantiene en el resto de la novela.4

Los aspectos que están en primer plano son del registro táctil. Para configurar el vientre, por ejemplo, se narra en términos de cercanía/lejanía y amplitud/estre-chez. De ser una zona amplia —“Éramos apenas larvas llevadas por las aguas, manejadas por dos cordones que conseguían mantenernos en espacios casi autó-nomos” (148)— se “estrecha” al punto que dice el mellizo: “No había otra alterna-tiva que el frote permanente de nuestros cuerpos” (155) y, hacia el final del pasaje:

“Pronto me enfrenté a la saturación. El espacio no nos contenía a pesar de poner-nos en distintas posiciones. Apelamos a una última y humillante alternativa: mi hermana se puso debajo mío, aumentando aún más la presión” (155). Por un lado, el espacio es cambiante, se modifica conforme avanza la lectura; por otro, las acciones de los personajes giran en torno a la movilidad que este les impide, hasta llegar al momento en que: “Quedamos inmóviles rodeados por las aguas. Mi her-mana sufría todo mi peso y hacía desesperados esfuerzos por soportarme. Yo, a mi vez, estaba comprimido por las paredes que me empujaban, más aún, sobre ella” (156). No son los fetos quienes, debido a su crecimiento, presionan las “pare-des”, sino que estas los “comprimen” y “empujan” a uno sobre la otra. El espacio se define a través de la experiencia táctil de habitarlo, por un lado, y de las accio-nes que se pueden —o no— realizar en él.

La estadía en el útero se construye desde una gradación ascendente si atende-mos a la cadena que constituyen las acciones entre los cuerpos: “rondar”, “chocar”,

“frotarse”, “soportar”, que van de lo sutil y distante, a lo intenso y cercano. Es a través de esta figura que se construye y prepara el nacimiento: “Instintivamente mi hermana inició la huida ubicando su cabeza en la entrada del túnel” (156). La presión es tal que el personaje debe, aunque sea por intuición, huir de ahí.

4 En la segunda parte, la narradora dice: “Mis ojos inflamados presencian una realidad difusa”

(236). Así es la realidad que el lector experimenta en El cuarto mundo.

En cuanto a la casa, en la primera parte narrada por el mellizo se configura de forma similar: sabemos que es grande pues cada uno de los tres hijos tiene su habitación y el padre los mantiene “en espacios alternos” (172). Lo cual no deja de recordar los “espacios casi autónomos” (148) que los personajes vivieron en el vientre.

En cambio, en la segunda parte, narrada por la melliza —titulada “Tengo la mano terriblemente agarrotada”—, los personajes pierden esa autonomía pues la intimidad es constantemente invadida: “mis padres, trepados por las ventanas, nos observan entre los resquicios” (213); “Lo dejo atacarme por la espalda aunque María de Alava [la hermana menor de los mellizos] dé vueltas a nuestro alrede-dor” (234). Por momentos, pareciera que cada personaje ya no tiene su pieza, pues están “[e]n la gran habitación común” (207) y permanecen en ella “frecuente-mente ovillados y apoyados en los muros” (207); además, la madre duerme en una cercanía extrema a la narradora: “Ahora mismo mi madre está profundamente dormida con su lomo pegado al mío” (224). El espacio, entonces, se ha reducido.

Las camas, que sí se nombran en la primera parte, en la segunda no se mencio-nan. En cambio, la narradora dice o da a entender varias veces que se recuestan sobre el suelo (227 y 234). El espacio se estrecha, se hace precario, pero de alguna manera también esencial, sin adornos.5

Asimismo, la casa se configura a partir de la relación que los personajes tienen con ella. La mayoría no quiere estar ahí. El mellizo dice que la madre “buscaba […] una fórmula para abandonar la casa” (173). Igual que la melliza que sentía que “estaba condenada tras el muro del claustro” (187; el énfasis es mío). El padre,

“ invariablemente, anunciaba su intención de abandonar[la]” (196), aunque

“Jamás pensó verdaderamente en [hacerlo]” (197), pues “el afuera le generaba gran inseguridad.” (197). La casa está planteada entonces como un espacio de encierro, no deseado, donde no cabe el placer.

Esto contrasta con el afuera, la ciudad y sus calles. Ahí la madre reencuentra su sexualidad, la melliza tiene contactos sexuales y el mellizo vive el encuentro eró-tico con una figura que nunca se sabe si es hombre o mujer. Sin embargo, el afuera también es presentado como peligroso. El padre no cumple su amenaza

5 En otros momentos aparecen las demás habitaciones pero da la impresión de que las paredes no logran aislar una de otra, como cuando la melliza dice: “Osé preguntar a María de Alava, pero ella me silenció desde la otra pieza” (218) o “Mi padre gime en la otra pieza […]” (222). Aunque se mantengan las paredes y las divisiones, la cercanía física de los personajes es notablemente mayor a la de la primera parte. Hay, además, un comprimir y distender constante. A veces, los personajes no pueden moverse: “Sólo el niño realiza, levemente, algunos movimientos entumidos” (228) y otras, el espacio vuelve a agrandarse, como cuando María Chipia, el mel -lizo “vaga afiebrado y hambriento por la casa” (242), para regresar a la estrechez: “[…] nos dormimos extenuados, cercados por mi gordura” (244).

pues “la sola idea” de abandonar la casa lo hace sentirse desamparado, el mellizo habla del: “peligro en la ciudad” (178) y nos cuenta cómo a los trece fue “atacado brutalmente por una horda de jóvenes sudacas furibundos” (197), que lo deja herido de gravedad.

En la primera parte, el deseo está desterrado de la casa; en la segunda, en cam-bio, los personajes se entregan a él dentro de ella. Las relaciones sexuales se dan entre los padres, entre los mellizos; entre la hermana menor y el mellizo; y se sugieren tanto las relaciones entre María de Alava con el padre, como la penetra-ción de este a la melliza. Además, la ambigüedad del género ya no está en el afuera —la figura que no se sabe si es hombre o mujer—, sino adentro, con el mellizo travestido en María Chipia, de quien se sigue hablando en masculino y quien sigue ejerciendo su sexualidad “biológica” y embaraza a la melliza. Es notable también la intensidad de las relaciones sexuales entre ellos durante el embarazo, lo que contrasta con la imagen del cuerpo de la madre que la dictadura de Augusto Pinochet promovía, régimen bajo el cual se escribe y publica la novela en 1988: “el cuerpo físico de la madre […] era visto, en esta sociedad sumamente patriarcal, como la matriz que nutre al feto. No se le otorgaba a la mujer una sexualidad propia más allá del deseo de engendrar hijos” (Tille-Victorica, 5). De esta forma, la casa se convierte en un espacio marginal, donde aquello que no es aceptado socialmente —el incesto, el travestismo, la sexualidad en el emba-razo— sucede.

Se ha señalado, con razón, que esto puede vincularse a la decadencia de la casa.6 Desde los parámetros de una sociedad conservadora y capitalista, la familia cae en desgracia; además, debe encerrarse por el rechazo del afuera y cambia de clase social —sus integrantes padecen hambre y fiebre, por ejemplo—. Sin embargo, el incesto, el travestismo, la sexualidad desbordada, agresiva incluso, no están vistos en el texto desde una perspectiva que los valore como elementos negativos.

Esto se puede clarificar si atendemos a la palabra sudaca. El término implica la espacialidad, pues refiere a los provenientes de Sudamérica en España, con una carga despectiva.7 Se trata de un significante que a lo largo del texto se desliza de forma similar a como lo plantea Lacan en el “Seminario sobre La carta robada”8

6 “Their incestuous relationship can also be interpreted —on an allegorical, political level— as the necessary consequence of the isoletion, alienation, and climate of terror of which this parti-cular family (nation) has been subjected” (Maloof, 113). “The family (nation) portrayed in this allegorical narrative is undoubtedly ‘dysfunctional’” (116).

7 According to Julio Ortega the word ‘sudaca’ is a pejorative term use mostly in Spain in order to refer to recent Latin American immigrants […]” (Maloof, 109). “[…] sudaca, a pejorative expression with clear racial overtones […]” (Pastén, 34).

8 “El significante no se mantiene sino en un desplazamiento comparable al de nuestras bandas de anuncios luminosos o de las memorias rotativas de nuestras

máquinas-de-pensar-como-(1956). Eltit ha dicho: “a mí me interesa revertir algunos términos, por ejemplo

«sudaca» que es algo muy peyorativo. Entonces, pienso en cómo recuperar ciertos términos y darles otro giro y politizarlos” (en Medina-Sancho, 107). En El cuarto mundo logra hacerlo a partir del deslizamiento. Lo cual implica tanto la repeti-ción como el desvío del significante. El mellizo, en la primera parte, utiliza la palabra para referirse a los otros. Lo sudaca es lo que está en la calle, en el afuera;

dice: “Esos curiosos y opulentos hombres sudacas parecían a punto de estallar por la presión de la ciudad” (Eltit, 173); “Me valí de una graciosa aunque insigni-ficante muchacha sudaca” (192) o “fui atacado por una horda de jóvenes sudacas furibundos” (197). Pero en la segunda parte, la melliza lo utiliza para referirse a lo propio, a la familia, al bebé, fruto del incesto o al estigma de que la madre haya sido infiel. Así, nombra a la “familia sudaca” (211), a “la niña sudaca” (245) al “estigma sudaca” (219). Sin embargo, la melliza también se refiere a los “jóvenes sudacas” y es quien adjetiva así a la ciudad; el término no deja por completo la carga negativa. Por ejemplo, la narradora afirma que la “espantosa catástrofe” que viven es producto de la “conducta sudaca” (215) de la familia. O menciona incluso el “descontento sudaca, rojo y ávido de sangre” (216). Pero es justo por esa carga de descontento, de marginalización,9 que la obra pretende ser “sudaca”. Una forma de resistencia. Resistencia a la opresión de la dictadura, a su moral conser-vadora, a su sistema capitalista.

Pero el término también está cargado de elementos positivos. En un diálogo, María Chipia, el hermano travestido, afirma: “soy un digno sudaca, soy un digno sudaca” (213; los subrayados son míos). Por su parte, la melliza “destroz[a] su secreto” y dice: “Quiero hacer una obra sudaca terrible y molesta” (213) y habla de

“un homenaje a la especie sudaca […] un manifiesto” (241). De esa forma, se devela el carácter metaficcional de la novela y su poética, que está en el centro de la ambigüedad del término o en la energía que impulsa su deslizamiento.

Otro aspecto importante que carga de forma positiva la palabra sudaca es el vínculo de esta con la fraternidad: “Le hablo, otra vez, del poder de la fraternidad sudaca y de cómo nuestro poder podría destruir a esa nación de muerte” (227). El incesto representa eso que puede destruir a la nación más poderosa del mundo, generadora de muerte y de vacío. La fraternidad, al final de la obra, posibilita la

los-hombres, esto debido a su funcionamiento alternante en su principio, el cual exige que abandonemos un lugar, a reserva de regresar circularmente” (Lacan, 134).

9 La marginalidad, como varios críticos han apuntado, está desde el título. El cuarto mundo

“Alude […] a gente que vive dentro pero al margen de las sociedades desarrolladas […]” (Pope,

“La arquitectura de la memoria”, 124); también a “los cinturones de miseria en las sociedades industrializadas, sugiere la diversidad de los mundos contenidos en una misma sociedad”

(María Inés Lagos citada en Barrientos, 14).

creación, la vida: “Lejos, en una casa abandonada a la fraternidad, […] diamela eltit, asistida por su hermano mellizo, da a luz a una niña” (245; el énfasis es mío).

Lo sudaca está relacionado entonces con lo precario, con lo otro y ajeno, con el estigma y el descontento, al mismo tiempo que, también se carga de dignidad, se vincula con la fraternidad y su poder y es el centro de la poética de la novela.

Por otro lado, este carácter metaficcional se refuerza cuando algunos aspectos asemejan la casa con el vientre. Uno de ellos es cómo esta, por momentos, se reduce. Incluso, la gordura de la melliza embarazada se convierte en una suerte de límite o de pared carnal: “nos dormimos extenuados, cercados por mi gor-dura” (244). No es la narradora quien rodea a María Chipia, sino que ambos están rodeados por su cuerpo; ambos de algún modo están dentro de ella, encerrados por su piel.

Un segundo rasgo es la presencia de los colores. Ya he dicho que el mellizo nombra la oscuridad y las “sustancias espesamente rojizas” (155) del útero. En la segunda parte, la narradora dice: “Afuera las hogueras empiezan a levantarse en la ciudad, rodeándola con llamas. Los reflejos enrojecen las ventanas y nos inun-dan de espesas y móviles sombras” (228). En ambas partes se utiliza el adjetivo:

“espesas” y se mezcla lo oscuro con lo rojizo. Estrategia que, al recordar el vien-tre, configura la casa marginada como un espacio de creación, más que de

“espesas” y se mezcla lo oscuro con lo rojizo. Estrategia que, al recordar el vien-tre, configura la casa marginada como un espacio de creación, más que de